La plaza más bonita de España.

 

Hubo poca asistencia al funeral de Ernesto. No es que él hubiera sido persona de mal carácter, tampoco que tuviera conflictos con la gente del pueblo, sino que murió rápido, demasiado de repente, sin avisar a nadie. Para mayor inri, falleció en pleno verano, durante las jornadas que el Ayuntamiento programa cada año como recuerdo a los indianos que regresaron ricos de Cuba. Así resultó que, mientras las campanas de la iglesia tañían con señal de duelo, en una plaza cercana al templo, un grupo de mariachis interpretaba “Asturias, patria querida” y pocas calles más allá, una batucada resonaba ritmos caribeños. Sé que tanto jaleo no se hubiera adecuado a los gustos del difunto; en aquellos momentos, sordo, frío y quieto frente al altar en la posición de “cuerpo presente”. Lo puedo asegurar porque fui íntimo amigo suyo y recuerdo los gustos musicales que tuvo en vida; para él la mejor canción comenzaba con el viento rizando las olas, para seguir con el arrullo en la playa de un continuo vaivén de espuma.

Demasiado barullo para una persona que gustaba de la soledad. Con los vecinos era amable, pero no simpático; saludaba siempre, sin embargo, hablaba con pocos. Le gustaba pasear en solitario, tanto por las calles del pueblo como por los caminos de la costa. A veces se detenía en lugares que habían sido transformados por el tiempo el progreso o la especulación, entonces cerraba los ojos para así resaltar sobre un velo negro los paisajes que atesoraba en la memoria. De vuelta a casa, en las rampas hasta su barrio, se le veía andar muy despacio, parar cada poco y toser con mal sonido.   Era un hombre mayor, fumaba media cajetilla al día y padecía de las articulaciones en las rodillas. Quienes le conocían bien, las personas que le frecuentaban, tenían un mismo parecer sobre la salud de Ernesto, creían que si parecía agotado de vuelta de los paseos no era por falta de aire en sus pulmones, sino por el cansancio en el alma propio de quien contempla el mundo con el desánimo de la tristeza.

En la iglesia se encontraban, obligado por el oficio, el sacerdote párroco con un monaguillo, además, repartidos y dispersos en los primeros bancos, a derecha e izquierda del altar, se sentaban los familiares del difunto, que se llevaban mal entre ellos, confiaban en pillar algo de la herencia y aparentaban sentirse compungidos. Tras estos, en las siguientes bancadas, ocupaban sitio la mujer que se encargaba de atenderle la casa a cambio de un sueldo, los dos patrones de pesca con quienes había compartido singladuras cuando trabajó de marinero y sus tres compañeros de mesa en las partidas de bar.

Yo acudí como parte de un íntimo ritual de adiós definitivo; quería despedirme para siempre tanto del finado como del lugar donde ambos nos habíamos criado. Me había colocado junto a una columna, con vistas al féretro colocado sobre caballetes en el pasillo central de la nave y a la pequeña puerta de la iglesia que da a un espacio con árboles centenarios. Pensaba que mi decisión de no volver más al pueblo era acertada, porque el único vínculo que mantenía con aquel sitio yacía dentro de una caja de madera. Los jardines con bancos de piedra, las fuentes de caño y verdín, las callejuelas de tránsito sosegado, las veredas en declive hasta la costa, las casas con mirador y palmera en el jardín y el pequeño puerto pesquero ya no eran como yo los había conocido; tampoco los vecinos actuaban igual que antes –con su idiosincrasia, mezcla de orgullo por lo propio y resabio hacia lo ajeno–, sino que se comportaban sin particularidad alguna, a la moda del mundo, agrios, con insolidaridad creciente. En tales reflexiones me encontraba, cuando un suceso vino a refrendar mi descontento. Fue la irrupción de un grupo de turistas dispuestos a hacer fotos en el interior de la iglesia, sin respeto por la ceremonia que se estaba oficiando. Ellos eran muchos, tantos como los ocupantes de un autobús de dos pisos, nosotros pocos, pero soliviantados por una indignación creciente, sin embargo, el cura estaba alerta, tal vez acostumbrado a sortear disputas, así que pidió el incensario al monaguillo y lo asió con brío, para trazar una cruz de humo féretro arriba, féretro abajo, de diestra a siniestra, con ganas de terminar con el rito lo antes posible. Imagino que el ataúd ya habrá subido a las redes sociales sirviendo de fondo a la cara sonriente de algún necio; e, igual también, el cartel clavado en el portalón del atrio informando de cuáles son los euros de donativo por pasar dentro.

Ernesto y yo fuimos amigos desde críos, cuando compartíamos pupitre en la escuela. De jóvenes nos gustaron las mismas muchachas, jugar al fútbol en la playa y coger las olas buceando por abajo. Tuvimos vocaciones tempranas; su profesión acabó siendo la de patrón de pesca, yo me gano la vida pintando retratos de encargo. Mientras crecíamos, el pueblo también lo hacía, aunque sin derroche de ladrillos, poco a poco. Se levantaban casas para los nuevos matrimonios y las ya construidas se ampliaban subiendo el alto de las buhardillas para acomodar a los niños según iban dejando la cuna. Entonces la emigración era un desarraigo casi obligado. A mí, a los dieciséis años, con la idea fija en la cabeza de ser artista, los padres me mandaron a Madrid para trabajar de albañil con un pariente allí instalado. No es este momento para contar los trances por los que pasé antes de vender mi primer cuadro, sí para significar que estuve años apartado del pueblo. Cuando regresé, de veraneo, empezaban los problemas con el agua, cuyo caudal era ya insuficiente para suministrar a todos los vecinos. Ernesto andaba ocupado en la costera de bonito, así que no pude oír su opinión sobre los bloques de pisos que habían levantado justo en el límite del caso antiguo. En cambio, sí pude escuchar los comentarios de la Sra. Lucía, soltera, tía de dos sobrinos que la saqueaban la cuenta bancaria y dueña de la pensión donde yo me alojaba. Según dijo, el nuevo alcalde iba a hacer una carretera de circunvalación por tierras que eran huertas y sembrados de patata, también que una empresa de la capital había comprado los maizales ubicados a la entrada del pueblo con la intención de construir chalets y que pronto desaparecerían los ciervos volantes, los escarabajos negros con listas amarillas, las pequeñas mariposas azules y los gorriones con hambre de grano. Añadió que todavía se respetaban las vaquerías, aún se vendía leche para hervir y los camiones de la cooperativa continuaban con su trasiego de marmitas de aluminio.

En estancias posteriores también me hospedé donde la Sra. Lucía, aunque, año tras año el albergue iba perdiendo su carácter tranquilo para transformarse en un lugar de ajetreo continuo con gentes siempre de paso. Al final, cambié de alojamiento y lo hice con cierta pena; al despedirme de la patrona le escuché quejarse de que el dinero que ganaba con los hospedajes servía a sus sobrinos para comprar droga. No tuve problemas para mudarme, pues la localidad ya contaba con dos hoteles abiertos y un tercero en construcción que clavaba sus pilares en las rocas de la playa. Durante mis visitas anuales, siempre en meses de verano, tuve muchas ocasiones para hablar con Ernesto. Él pensaba que su pueblo estaba en decadencia y auguraba un mal futuro para los ancianos y los menos pudientes, porque, mientras los precios subían año tras año debido al turismo, los respiros para el bolsillo de los aprovechamientos comunales, como la leña, las setas, las castañas cogidas del monte o la pesca entre las rocas de la costa se convertían en prohibiciones perseguidas con multa. Diferenciaba entre los nativos, con arraigo y cariño a la tierra, los visitantes de temporada y los especuladores con artimañas, para quienes ese lugar, como cualquier otro donde pudieran medrar, solo era una mina a cielo abierto, apta para la explotación salvaje y el consecuente abandono en cuanto la rentabilidad bajara. A la postre, creía en la existencia de una fachada inmobiliaria de cuento de hadas que ocultaba un drama con montes quemados, jóvenes con billete de salida, alquileres imposibles, compras a plazos y tertulianos comprados. Sin tener esperanza de mejora, me explicaba que, para él, los reyezuelos de ayuntamiento conseguían el trono mediante la adulación, la venta de favores y las falsas promesas; a la vez que aguantaban las críticas a su labor porque de ellas no esperaban verdaderos problemas, pues la falta de trabajo, la aceptación de cualquier empleo y la falta de expectativas habían vuelto dócil a la gente. Así, paso a paso, casi sin quejas, en el puerto desaparecían las traineras y ocupaban su lugar yates deportivos, cerraban la fábrica de alpargatas y la de cordeles, se vendían las huertas para cambiar pisos por solares, cerraban el taller del mecánico, el del zapatero y la imprenta, la antigua tienda de ultramarinos colocaba el cartel de traspaso, las cadenas de alimentación abrían sucursales y el obrador artesanal competía con el pan frigorizado de una franquicia. Se levantaban nuevas urbanizaciones, el becerro del progreso brillaba recién bañado en oro y los incautos se endeudaban para comprar casa en un falso paraíso; en consecuencia, la plantilla municipal aumentaba en los sectores de policía, para vigilar en los nuevos barrios y de limpieza, para que la saturación de gente no dejara rastros de suciedad.

Ernesto falleció de mal cuidarse, víctima inconsciente de una cultura en la que consumir alcohol es un acto de integración social y el tabaco una costumbre fácil de dejar. Lo pasó bien mientras estuvo sano, opinó de lo que quiso y nadie le pudo quitar lo bailado, pero los coágulos en el corazón eran predecibles y, acaso, evitables, si hubiera escuchado a los médicos. Ignorante de su propio destino, le gustaba comparar el cuerpo humano con una población en desarrollo; así, las calles eran arterias, vísceras las plazas, los negocios familiares la sangre, los habitantes las células, el corazón el sentir colectivo y la historia el cerebro. Decía que cuando los coches dan vueltas y más vueltas en búsqueda de aparcamiento, si para sentarse en los bancos de la calle se tiene que guardar turno, si las aceras se colmatan de peatones en procesión continua, si a los viajeros en autobús les esperan guías enarbolando triángulos de colores, cuando las fiestas no son tradicionales sino inventadas, las calles no son para tránsito y paseo sino que sirven de terrazas a los bares, el ruido es contaminación que no cesa, los visitantes agotan el espacio, el verano es un apósito para las heridas del invierno, el pueblo es un escaparate y los vecinos están condenados a vivir como personajes de reserva india, entonces la mala política municipal queda de manifiesto por la huida a otros lares de quienes se sienten despojados de su entorno, sus hábitos sociales y su cultura comunitaria; todo para mantener en exposición perpetua un escandaloso panel de viviendas de ocupación ocasional.

Después del funeral quise despedirme de la Plaza Mayor, un rectángulo entre viviendas, con límites en la iglesia parroquial y una calle en cuesta. Paseé cogido a la mano de mis recuerdos: del almacén con barriles para despachar vino a granel y una barra ancha  donde servían comidas caseras, de la barbería con butacones y espejos, de la cafetería con anaqueles de cristal y mesas de mármol gastado, de la heladería y sus cortes de nata, de la pastelería y el mostrador con polvo de azúcar, de la oficina de teléfonos, del estanco, de la botica, de la ferretería que vendía herramientas y también juguetes, de las casas que hacían anfiteatro y de sus balcones con macetas de flores. Para acabar me acerqué a los soportales donde antaño las pescaderas colocaban los puestos de venta. De lo antiguo nada quedaba; lo nuevo estaba bajo rótulo de marcas conocidas y en las ventanas anunciaban alquileres por días o semanas. Luego fui a buscar el coche.

 

En la rotonda de salida me fijé en un cartel metálico con pinta de ser de colocación reciente, mostraba una leyenda que pude leer: “Pueblo con la plaza más bonita”.  Sonreí mientras aceleraba para alejarme de allí.

Daniel Irazu

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