Españolito que viene al mundo te guarde Dios,
Una de las dos Españas ha de helarte el corazón
Antonio Machado.
Comienzo el artículo con los versos de Machado, que eran principio también de una de las novelas, a mi criterio, más logradas de la literatura actual, El corazón Helado de Almudena Grandes. Es posible que les parezca contradictorio con el título y es que siempre hemos hablado de las dos Españas casi forma exclusiva, como forma de definir en enfrentamiento secular de ambas mitades. Una España que rezaba, obedecía al señor y resignadamente malvivía hasta morir. Pobres que sin rebelarse ni levantar los ojos mientras los ricos y opulentos manejaban sus privilegios de forma solapada sin ningún freno, imbuidos de la idea de que su poder emanaba de una monarquía que era depositaria a su vez del poder directo de Dios. Más tarde, la primera España evolucionó hacia la España revelada y revolucionaria que en el colmo de la rabia acumulada durante siglos quemaba iglesias y con hoces y martillos pilones perseguía al señor feudal, al cura, al cómplice del poder, al jefe, incluso al ingeniero para acuchillarles en una explosión de odio revolucionario. Mientras la otra seguía presa del Medievo y de la sacristía.
Son las dos Españas que han llegado, mucho me temo que sigan, hasta el presente. Las conocidas y explotadas tanto por la historia como por la literatura, esas que nos hielan el corazón a poco que se extralimiten. Quienes se rebelan y quienes se someten. Quienes encuentran satisfactorio las migajas que suelta el capital y los/as que quieren asaltar los cielos y revertir el proceso.
En medio de estos extremos, existe otra , de la que se habla poco, porque carece del brillo luctuoso y trágico de las anteriores. Nos referimos a la Tercera España, que puede ser menos literaria, menos vistosa mas no por eso inexistente.
Hay libros magníficos que representan esta tercera vía de la hablo. Celia en la Revolución de Elena Fortún es un majestuoso testimonio literaria que refleja el Madrid revolucionario visto por los ojos de una adolescente, hasta hace poco niña burguesa despreocupada, que ahora se ve forzada a buscar comida, a mendigar y a vivir bajo el terror de los aviones fascistas y de las balas revolucionarias. Miedo, hambre, suciedad, oscuridad, es lo que la joven Celia percibe de una revolución que ni entiende ni comparte dentro de un Madrid sombrío y aplomado que nos trasmite su sobrecogida soledad.
También está la monumental obra de Chaves Nogales, sobre manera, A sangre y fuego, donde nos cuenta en formato de relato corto los aconteceres en pueblos, ciudades, tanto en la retaguardia como en el frente durante el tiempo que vivió la guerra. Hay relatos de los dos bandos, hay psicópatas asesinos rebozados e ideología en ambos contendiente y héroes también. Gente que perdona, gente que sufre y se expone por salvar a un ser humano, al arte… y pequeños o grandes canallas que asesinan por la espalda sin ningún rubor siguiendo con su vida tal que nada fuera con ellos. Seguro que muchos de ellos fueron los que ganaron la guerra. Los que ganan todas las guerras.
Recuerdo una anécdota que mi padre contaba. Pertenecía a una familia de derechas, religiosos sin aspavientos, pequeños burgueses agrarios dueños de poca tierra y ganadería . Durante el año del Frente Popular en Cantabria, llegaban a casa por la mañana los comisarios del pueblo buscando incautaciones para el frente (al menos eso decían ellos) . Se sentaban en la cocina y obligaban a mi abuela a servirles un opíparo desayuno. Mientras tomaban el pan caliente con la mantequilla recién batida y la leche humeante cruzaban sus naranjeros entre las piernas con afán intimidatorio. Mi padre, que era un niño y su hermano, escoltaban a la madre mientras servía observando la escena con cierto recelo. Pasaron los años, en el vergonzoso referéndum convocado por Franco en 1966, para votar la continuidad dinástica de la que dependió la herencia del rey Borbón, en la mesa que contenía las urnas donde votar, estaba uno de aquellos hombres que exigían desayuno a mi abuela. Mi padre, le miró…y con sorna le dijo: “Como cambian los tiempos…” El otro, bajó la cabeza sonriente, respondió: “Hay que vivir, Jesús, hay que adaptarse” En ese mismo pueblo, se pateó con saña a mujeres embarazadas, por el echo de ser de izquierdas, o esposas o madres de izquierdistas conocidos. Se les rapó el pelo, se fusiló y se dio ricino a los/as rojas. El tipo que desayunaba en la casa de los abuelos y me temo que sus compañeros no solo se salvaron sino que fueron lo suficientemente ladinos como para enquistarse en el régimen… Por eso digo que los emboscados siempre ganan las guerras.
Chaves Nogales, dice en el prólogo magnifico de su libro que tiene el convencimiento que sería fusilado varias veces por ambos bandos. Se define como liberal, periodista, y siempre demócrata. Seguro que sí. Por eso de la pertenencia a la Tercera España de la que era fiel exponente, junto a la mencionada Elena Fortún, a Ortega, Unamuno, Campoamor… y puede que a otros que me olvide sin intención.
Esa España fue la que votó a los partidos republicanos de izquierda no revolucionarios. A Azaña, quizá, porque Lerroux era demasiado canallesco para ellos. La España culta, burguesa, con posibles que creía en reformas políticas, en la renovación de la sociedad, en los derechos de los trabajadores pero sin incautar las empresas ni crear comités revolucionarios. Creían en la libertad religiosa pero sin quemar iglesias ya que muchos/as eran elegantemente agnósticas sin sentirse enemigos más que del fanatismo católico que mostraba en pulpitos y sacristías a curas Merino y Empecinados. Creían en la democratización de la sociedad sin romper engranajes. En fin, en una España sin revanchismo, moderna, democrática, burguesa y culta que hiciera paso a paso las reformas y caminara hacia una Europa en la que se miraban.
Mayúscula utopía, como verán ustedes, porque de un país sumido en la pobreza, en analfabetismo y la incultura más atroz no se puede esperar moderación. Un país en el malvivía un pueblo, con jornadas exhaustas de trabajo en fábricas o en la semiesclavitud del campo, dominados por una iglesia montaraz imbricada con el poder del cacique que decidía sobre la vida y la muerte y sumía al pueblo en el terror al infierno para hacérselo pasar en vida, no se podía esperar que la gente al liberarse del yugo se tornara moderada y tratara bien a verdugo. La España revolucionaria fue la consecuencia de la España caciquil y medieval, sin duda ninguna.
Frente a los revolucionarios proletarios se erigía una pequeña porción de personas que pertenecían a la burguesía (escasa, muy escasa en un país polarizado) , o eran profesionales con posibles que habían accedido a la cultura y se mostraban perplejos y asustados. Algunos de ellos, asustados por la vorágine revolucionaria, se arrojaron a los brazos del franquismo -antes votaban a la CEDA- para posicionarse posteriormente en las fauces de Falange, Tradicionalistas… Otros, se sumaron a la defensa de un sistema que no les complacía, incluso les asustaba porque cualquier atisbo de burguesía era considerada parte de la reacción, pero lucharon por la República y los valores democráticos en los que siguieron creyendo con dolor. Fue el caso de Chaves Nogales, Campoamor, con reservas también de Ortega.
Quizá, lo que resume a esa España es el patético discurso que Manuel Azaña lanza al mundo terminándolo con las famosas: “paz, piedad y perdón” Todos sabemos que no tuvo éxito el grito conciliador de Azaña. Por ambos lados no fue bien recibido. Sabido es la aversión que Pasionaria sentía por él al que consideraba cobarde y pusilánime y por el otro lado, la falta de escrúpulos del bando fascista que sabiéndose vencedores, les importaba poco, muy poco, la sangría de españoles alargando la guerra. No querían un pacto, querían arrasar. Se trataba de barrer a la otra España. De eliminarla. De helarle el corazón.
En medio quedaron ellos, la Tercera España que no tuvo redención. Sufrió salvajemente, tanto la cárcel, los campos, los fusilamientos como el exilio. Es más, casi diría que se atacó con más saña a la gente moderada que a la extremista, como ejemplo sirva la encarnizada masacre que se realizó a los católicos vascos que se unieron en la defensa de la República y de su nacionalismo.
Al final de la contienda, los fascistas cazaron como a conejos a los que dijeron “yo no hice nada malo, ¿Qué me va a pasar si no hice nada?” frase que he escuchado tantas veces en boca de familiares de fusilados, -entre ellos un tío abuelo mío- y confiaron en la buena fe del vencedor, en que represaliara a los elementos extremistas pero no se ensañara con la ideología.
La Tercera España sufrió la saña vengadora porque se trataba de eliminar el ideario fundacional de la República. Recuerden los fusilamientos de maestros que fueron los primeros en caer porque la cultura es más peligrosa que las balas para el fascismo grosero que calza bota militar y baba de incultura. Mataron a médicos que salvaban vidas en los bombardeos y en el frente, enfermeros, cuidadores, gente de la cultura. Fusilaron y apresaron a la Tercera España con la misma saña que manifiestan ante cualquier atisbo de abrir los ojos, de culturizar a los pueblos.
El mundo intelectual en general salió tan malparado que, los que sobrevivieron, salieron al exilio dejando la patria común como un erial en manos de las milicias falangistas que gritaban: “muera la inteligencia”
Tanto Ortega, Unamuno, Chaves Nogales, Elena Fortún, Consuelo Berges, Matilde de la Torre, Clara Campoamor, Eulalio Ferrer y tantos nombres que perdimos en aras de un sacrificio ritual que no deja que el progreso y la modernidad se unifiquen en nuestra patria.
Hoy desde aquí rendimos homenaje a esa Tercera España de la que poco se habla.
María Toca©
«por el echo de ser de izquierdas»
que mostraba en pulpitos y sacristías