Algunos adultos desearíamos a veces ser libreros. Imagino que fabulamos sobre ese oficio por desconocimiento, igual que los niños de antaño soñaban con ser astronautas, sin saber que los hombres del espacio debían estudiar muchísimo y aprender a estar más solos que los náufragos, que no todo era flotar como globos sonrientes en el interior de naves plateadas, saludándose a través de una cámara brumosa allí arriba, a un millón de estrellas de distancia. Querríamos ser libreros, tal vez, porque cuando nos detenemos delante de sus tiendas olemos el papel nuevo y la tinta fresca, y los vemos guapísimos, recortados contra un retablo de libros de todos los colores. Imaginamos que el librero pasa su vida leyendo o mostrando a clientes hambrientos un ejemplar recién salido de imprenta. El libro, desde allá afuera, nos parece un lugar iluminado, un objeto resplandeciente. Vaya, qué trabajo tan bonito, pensamos, hacer las presentaciones, procurar que entres y te enamores de un libro en el mismo momento en que lo conoces.
Yo he besado algunos libros al acabarlos por puro agradecimiento, como esa escritora neoyorquina de la inolvidable 84 Charing Cross Road, que vive una historia de amistad y literatura por carta con un librero inglés. Los he besado como si ellos o yo estuviéramos a punto de tomar un tren que fuera a separarnos para siempre. He sido tan
feliz en algunas librerías como otros lo serían en una fabulosa fiesta organizada por Jay Gatsby. He querido de verdad una historia tras saborear el título o tantear con los dedos el peso, la textura del papel, al leer las primeras palabras de un primer capítulo. No, claro que no resulta raro envidiar, en la distancia, esa vida envuelta en un halo de magia de los libreros.
Sin embargo, ay, nada es perfecto. Los libreros, yo los he visto, cargan cajas, limpian suelos, trasnochan, madrugan, comen en un cuartito escondido en el sótano de su maravillosa tienda. Hacen cuentas, sufren si un sábado por la mañana solo entran dos clientes y ninguno sufre un flechazo. Contemplan el agujero negro de la caja registradora en tiempos difíciles, envidian a veces al hombre que es capaz de ser feliz sin libros. Quizás luego, antes de decidirse a hacer las primeras devoluciones, suspiran. Y, como el remoto cosmonauta que observa la oscuridad del universo por una escotilla, ellos miran los anaqueles y se convencen de que deben seguir un poco más allí, al otro lado del mostrador, tan lejos de la calle y de los curiosos que miran escaparates, como elegidos por alguien para una extraña misión que ni ellos mismos se explican.
Patricia Esteban Erlés
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