La inmoralidad, el cohecho y la corrupción fructificaron en este régimen, mientras los servicios públicos –algunos tan fundamentales como la política y la instrucción– eran desatendidas por completo.
Vicens Vives, J. Historia de España y América social y económica
Toda restauración monárquica sucede a un periodo político de excepción, en permanente conflicto e incluso caos. De ese modo, la Primera Restauración Borbónica en España es la consecuencia del descontento surgido durante el llamado Sexenio Democrático o Revolucionario que transcurre desde el triunfo de la Revolución en septiembre de 1868, con el efímero reinado de Amadeo de Saboya y la turbulenta Primera República Española de por medio, hasta el pronunciamiento en diciembre de 1874 que supuso el inicio de la etapa conocida como Restauración borbónica. El regreso de los sucesores de la denostada Isabel II da lugar a un periodo de estabilidad social y económica que el artífice del proceso, Antonio Cánovas de Castillo, apuntala políticamente con la institucionalización del bipartidismo partido, o lo que es lo mismo, la alternancia en el poder entre conservadores y liberales. Un sistema que se sostuvo tanto por el cansancio de la población ante la conflictividad de los años previos, como por la creación de un sistema de alianzas entre las élites locales para asegurar el acceso al poder para aquellos candidatos de su gusto. Me refiero, claro está, al llamado caciquismo que condicionó la vida política, social y económica durante las primeras décadas de la I Restauración Borbónica. Un sistema que se sostenía casi que en exclusiva por las componendas de los caciques de cada territorio con la casta política asentada en Madrid y que tenía al fraude electoral como su principal baza junto con el control de la opinión pública y la represión policial. Un sistema que con el paso del tiempo empezó a resquebrajarse, ya fuera como consecuencia de los cambios sociopolíticos acontecidos a lo largo del siglo XX con la aparición de los movimientos obreros y el surgimiento de las reivindicaciones regionales o nacionalistas en la periferia, o por los propios errores, y no pocos abusos, de las clases dirigentes con el monarca a la cabeza. La consecuencia fue la proclamación de la II República Española, saboteada desde su comienzo por esas mismas élites de la Restauración con la colaboración de una casta militar que al final provocó la Guerra Civil e instauró una dictadura militar con el cabecilla de los sublevados, el general Francisco Franco, como jefe de estado. Una anormalidad histórica que retrasó durante 40 años la Segunda Restauración Borbónica en la que ahora nos encontramos y de la que, con toda probabilidad, ya hemos vivido sus primeras décadas doradas de paz y progreso a imagen y semejanza de la primera. Por lo tanto, no descubro nada si digo que el periodo histórico en el que estamos ahora es ni más ni menos que el de la degeneración progresiva, si se quiere paulatina porque parece que de momento no aparenta ser tan irreversible como ocurría en los últimos años del reinado de Alfonso XIII, del sistema surgido con la Constitución del 78. Una degeneración que se inicia con la crisis de 2008 y se corrobora con la abdicación del rey Juan Carlos I como máximo exponente de un sistema esencialmente corrupto. Lo siguiente, es decir, en lo que estamos ahora, es el previsible apaño con el que las élites actuales de esta II Restauración Borbónica pretenden enderezar dicho sistema cifrándolo todo en la continuación de la institución monárquica en la figura de Felipe VI y el correspondiente maquillaje para hacer creer a la ciudadanía española que la avalancha de casos de corrupción ha sido una mera anécdota, una especie de sarampión que afectó a una pequeña parte de esas élites políticas y económicas del país por culpa de unos años locos, los de la burbuja inmobiliaria que generó la cultura del pelotazo y el sobre negro como nunca se había visto antes. Pero ya no, ya todo parece resuelto, e incluso perdonado, con el emérito expatriado a la espera de que le sobresean sus causas, los titulares e imágenes de un pequeño número de prebostes, y esa forma contemporánea del cacique decimonónico que es el empresario constructor, pasando por los juzgados e incluso pisando las cárceles durante un tiempo, también con un cambio de rostros entre los dirigentes de los partidos del bipartidismo contemporáneo y hasta la aparición de nuevas siglas y nuevos rostros como también sucedió en los últimos años de la anterior restauración borbónica.
Y entonces, de repente, vuelven a la palestra los comisionistas de toda la vida. De toda la vida borbónica, para ser exactos, personajes de las supuestas élites sociales y/o económicas que parecen dedicarse en exclusiva a sacar tajada de sus contactos privilegiados con los mandamases del momento y que ponen de manifiesto con su supuesto abolengo y, en especial, la impunidad con la que parecen dedicarse a lo suyo, que son consustanciales al sistema porque sin ellos no se entendería lo que es España desde los tiempos en que Galdós la retratara en sus novelas no muy diferente a como la conocemos en nuestros días. Sí, eso ya nos lo venía diciendo Rafael Chirbes a lo largo de toda su obra, al fin y al cabo quien más y mejor reivindicó al escritor canario frente a esa cosa falsa y esencialmente reaccionaria llamada modernidad literaria, que lo de la Transición desde la dictadura franquista al sistema resultante de la Constitución del 78 era el apaño de urgencia entre las élites franquistas que habían comisionado durante cuarenta años con esas otras recién llegadas, parvenús que decía Curzio Malaparte en su libro sobre la sociedad soviética Baile en el Kremlin (1971), provenientes de las clases medias resultantes del desarrollismo de los sesenta y que todavía no habían alcanzado cota alguna de poder, la mayoría de ellas con la aureola de haber participado en la lucha contra el régimen y por la democracia, para no hacerse daño, quiero decir, para salvaguardar la paz social y evitar el caos económico a todos los niveles. En resumen, el enésimo apaño gattopardiano: Se vogliamo che tutto rimanga com’è, bisogna che tutto cambi. O lo que es lo mismo: democracia a cambio de impunidad para las clases comisionistas del Franquismo, las cuales son, a su vez y en buena parte, las mismas que venían desde la Primera Restauración y, por lo tanto, las que alentaron y financiaron la sublevación de los militares para lo de una vez restaurada la paz a mayor gloria de esta España eterna en la que vivimos poder dedicarse a sus comisiones. Porque es precisamente a eso a lo que se ha dedicado determinada clase dirigente española, por lo general buena parte de la aristocracia venida a menos, siquiera tan pujante o influyente como antes, pero que mantiene intactos sus contactos con una de las dos Españas que cada cierto tiempo se alternan en el poder. Claro que ahora, y como ha ocurrido siempre, también hay que hablar de la incorporación al sindicato de la comisión de nuevos miembros procedentes del mundo empresarial o simples listillos del tres al cuarto, los pícaros de nuestra época. Me refiero, claro está, a los Luceño con don de gentes y sin escrúpulos que echan mano de los Duques de Feria de turno para poder acceder directamente al poder gracias a susodichos contactos. Una clase de la que, sobre todo, tenemos noticia gracias a la literatura española del siglo XIX y principios del XX. Como en La Montalvez de José María Pereda, escrita en 1888, donde discuten dos amigos en el Sport Club, uno de ellos, Ballesteros, que acaba de llegar a Madrid y cuenta a su amigo el motivo de su larga estancia en Europa y su tardanza en volver a España:
…me cogió “la gorda”, la de septiembre, en Londres, vino el gobierno provisional, y conseguí, es decir, me consiguieron aquí, que se me revalidara la credencial de agregado, transladándome a París…De París fui a Lisboa, y en Lisboa juré a Don Amadeo, y le serví con igual celo y la propia lealtad que a todo precedente… hasta que se proclamó la República. Hasta que llegó la Restauración y volvimos con ella a nuestros destinos todos los leales.
Digamos que ya entonces escritores como Pereda, no precisamente progresista, eran conscientes de los males que aquejaban a España en manos de unas clases esencialmente parasitarias del trabajo y los sacrificios de sus conciudadanos. De hecho, incluso un extranjero como el poeta nicaragüense Rubén Darío nos deja una pincelada muy ilustrativa de la España en la que vivió durante un tiempo a finales del XIX:
No se puede aguardar nada España de su aristocracia. La salvación si viene vendrá del pueblo guiado por instinto propio, de la parte laboriosa que representa las energías que quedan del espíritu español, libre de políticos logreros y de pastores lobos.
Darío, Rubén. España Contemporánea, París, Garnier-hermanos, 1901, p. 359.
Así pues, cómo no vamos a recurrir a Galdós, lo cual es como obedecer a Rafael Chirbes, Almudena Grandes y otros cuando nos lo recomendaban para entender la España contemporánea asomándonos a la del XIX, es decir, a la actual Restauración Borbónica comparándola con la de entonces, para reconocer la España en la que se mueven a sus anchas los comisionistas de nuestra época, ya sean Duques de Feria o Luceños.
En España, donde hay ladrones tan poéticos, tan caballerescos, que casi son los únicos caballeros del país.
La lógica española no puede fallar. El pillo delante del honrado; el ignorante encima del entendido; el funcionario probo debajo, siempre debajo.
Somos granujas; no somos aún la humanidad, pero sí un croquis de ella. España, somos tus polluelos, y cansados de jugar a los toros, jugamos a la guerra civil.
Después me consultó con mucha seriedad que a qué partido debería afiliarse, y le contesté que a cualquiera, pues todos son iguales en sus hechos, y si no lo son en sus doctrinas, es porque estas, que no le importan a nadie, no han sufrido análisis detenido.
El dinero lo ganan todos aquellos que con paciencia y fina observación van detrás de los que lo pierden.
Opiniones acaso demasiado rotundas las de Galdós y de las que podríamos tomar distancia aduciendo que corresponden a unos tiempos pretéritos que poco o nada tienen que ver con los nuestros. No porque estamos tentados en pensar que desde el XIX a nuestros días algo ha tenido que cambiar a mejor a tenor de la experiencia y el progreso puesto en práctica durante todo ese espacio de tiempo, que nuestra sociedad tiene que ser mejor a la fuerza que la de aquellos españoles del XIX porque de lo contrario ese determinismo pesimista del hombre tropezando siempre con la misma piedra significaría la negación de la misma idea de progreso. Y sí, por supuesto, claro que hemos progresado en muchos aspectos, que en realidad es imposible reconocer nuestra sociedad contemporánea en esa otra del XIX, porque somos mucho más abiertos al mundo y sus influencias de lo que eran nuestros bisabuelos o tatarabuelos, más tolerantes con las diferencias y las minorías, más demócratas e igualitarios siquiera por principio, más ricos incluso, o por lo menos acomodados, que hace dos siglos pese a todas las crisis habidas y por venir y siempre gracias al innegable progreso tecnológico de nuestra época. Sin embargo, también estamos tentados en pensar todo lo contrario cuando oímos o leemos las tropelías de los comisionistas de recio abolengo y falta absoluta de escrúpulos de nuestra época a cuenta de una desgracia como la Pandemia del Covid19, aprovechándose de las dramáticas circunstancias en mitad de lo más crudo de esta, utilizando los medios que siempre han utilizado los de su calaña y que no son otros que el compadreo con los miembros de la clase dirigente, ya sean hermanos de presidentas de comunidades autónomas o primos del alcalde de turno, los favores tipo hoy por ti y mañana por mí de una gente que se reconoce como miembros de una misma casta y que además vive en la convicción de que nada de lo que hacen merece reprobación alguna porque es lo que han hecho toda la vida los suyos desde Galdós a esta parte. Como que el máximo exponente del “noble” oficio de sacar tajada del tráfico de influencias no ha sido otro que el propio rey Juan Carlos I. Ni más ni menos que la cabeza sobre la que se sustenta todo el régimen del 78, esta monarquía borbónica puesta a punto, no una, sino ahora con el hijo ya dos veces, para que parezca otra cosa distinta sin serlo a la que fue la del abuelo Alfonso XIII y todos los que lo precedieron. ¿Qué son cinco milloncejos de euros birlados a las arcas públicas del Ayuntamiento de Madrid en comparación con todo lo “comisionado” por el Emérito gracias a sus contactos a escala internacional y con especial predilección por las monarquías medievales con turbante? Pues eso, un chanchullo de aficionados. Y por eso también, por ser una minucia en comparación con las comisiones a lo grande, reales, puede que al Duque de Feria y a Luceño se les caiga el pelo, o no, con su correspondiente vía crucis judicial y linchamiento mediático, lo justo para dar el pego, esperar a que escampe y así poder disfrutar de sus emolumentos como comisionistas debidamente ocultos en paraísos fiscales.
En cualquier caso, puede que ahora estemos todos muy indignados porque todavía tenemos muy presente lo de la Pandemia. Pero, tranquilos, que con el paso del tiempo ya solo dará para una anécdota más con la que engordar, “pa la saca” que dirían el Duque de Feria y compañía, de la indignación ciudadana. Otra más con la que ilustrar durante las sobremesas de las comidas con la familia o los amigos la progresiva degeneración de esta II Segunda Restauración Borbónica cuyo final resulta imprevisible, ya lo sea por lejano visto la operación “renove” llevada a cabo desde hace unos años, como por el temperamento todavía más imprevisible de los españoles. Si bien, el propio Galdós ya nos avisó en su siglo XIX y con su pesimismo habitual de los peligros de dicha imprevisibilidad.
Así es el mundo, así es España, y así nos vamos educando todos en el desprecio del Estado, y atizando en nuestra alma el rescoldo de las revoluciones. Al que merece, desengaños; al que no, confites. Esta es la lógica española. Todo al revés; el país de los viceversas…
Txema Arinas
Oviedo, 19/04/2022
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