Nos los comíamos. Habían sido nuestros gatos cuando vivían en lo alto del tejado, hermanos de las veletas y las nubes, y solían acompañarnos al sótano, como candelabros de andar elegante. Pero teníamos que comérnoslos, eso dijeron, porque la hambruna de 1342 llegó encapuchada y con una guadaña reluciente que apestó el aire. Así que los hombres los golpeaban ahora, sin ser capaces de aguantar el brillo interrogante y verde de sus pupilas mágicas, los golpeaban hasta la muerte pensando en los huesos esquinados de sus hijos, demasiado pequeños para tener huesos así de grandes, huesos como arcos. Desaparecieron sus lomos negros de terciopelo, sus lomos concha de tortuga, sus lomos de un blanco que jamás tuvo la leche de nuestras pobres cabras. Yo, lo juro, solía comer su carne con lágrimas en los ojos, les pedía perdón por las piedras y el hambre, por los niños arco de flecha. Aquellas primeras noches de estómagos llenos en las que no se oyó un maullido sentí el presagio de algo terrible, que estaba por suceder. Llegaron ellas, grises y triunfantes, con sus armaduras sucias. Las infames ratas, ya vencedoras. Y entraron en las casas, porque la sombra vigilante de los gatos ya no estaba allí para detenerlas. Se colaron en nuestras ollas, en las cunas de madera fingieron ser bebés que comían bebés. Miraban a los hombres exhaustos del hacha, desafiantes, con esos ojos negros y diminutos que reflejaban el infierno, nos enseñaban sus dientes y reían, sabedoras de que nos quedaba poco tiempo antes de convertirnos en su alimento. Evitaban nuestras piedras lanzadas al aire, rápidas ellas también, como piedras, trepaban a los tejados, a las alacenas. Devoraron a la última gallina del pueblo y entonces ya fuimos todos igual de pobres; entonces ya supimos todos que estábamos muertos.
Salvé dos, las crías aún ciegas de una gata mansa de nieve que buscaba la caricia de los humanos y una mañana no volvió al granero donde la esperaban dos borlas de pelo atigrado. Los alimenté no sé bien cómo, si nada quedaba que comer en la desdichada Romieu. Los abrigué con trozos de saco, los cambié de sitio cuando me pareció que corrían peligro, los acaricié como solía gustarle a su madre, la pobre gata blanca y confiada, tan flaca. Crecieron sin esperanza pero con la belleza desafiante de su especie, gemelos, macho y hembra. Huraños, invisibles para el resto de los habitantes del pueblo, fantasmas de gato que solo se dejaban acariciar por mí, que se internaban jugando en el bosque y pese a mis temores regresaban siempre, cada vez más fuertes. Nunca dejarían que otro humano les pasara la mano por el pelaje verdoso y negro. No olvidaron la inocencia traicionada de la gata que era blanca como un ganso, pero cumplieron su deber. Se aparearon en primavera: de entre los árboles surgían los gritos salvajes y necesarios de la hembra. Se ocuparon de las ratas, que ya eran las dueñas y señoras de las casas de los primeros que se rindieron y se sentaron a esperar a la mujer de la guadaña. Los dos jóvenes gatos huérfanos de implacables ojos verdes las atacaban ahora, audaces, guiados por la necesidad de vengar a su madre y de alimentar a su primera camada, oculta en el bosque.
Fueron ellos quienes salvaron a la Romieu de las repugnantes emisarias grises de la enfermedad y la muerte. Dos gatos de pelo atigrado que a veces me visitaban y dejaban un pajarillo aún caliente ante la puerta de mi casa. Dicen que con el tiempo, cuando ya hubo niños nuevos y gatos dóciles que velaban los tejados, a mí se me fue poniendo cara de gato. Miro de lejos a los humanos y procuro no acercarme demasiado a ellos. Los vecinos nunca han llegado a perder del todo su pánico a la peste y a las ratas. Tal vez por eso haya un gato de piedra vigilante en cada esquina de nuestro pueblo.
Patricia Esteban Erlés
Bonita historia Patricia
Expectacular relato