Me llamó lavadora. Me he quedado mirándolo, recordando cuando me cogía sobre la lavadora y dejaba que el traqueteo del programa de lavado lo ayudara en su penetración, supliendo lo que la edad iba debilitando. Pero no, esta vez, Luis mantenía que daba muchas vueltas a las cosas, que pienso en una dirección y luego en otra, que le doy una vuelta y luego otra, y él se irrita. Lo miraba y lo miraba, pensando que él, a su vez, era como una centrifugadora que da vueltas a las cosas, y las expulsa, lanzándonos a todos lejos, muy lejos, pero las palabras se me caían por la garganta y no podía decir nada. Me he limitado a buscar la obsolescencia de las lavadoras, en otras palabras su vida útil, antes de que dejen de dar vueltas. Luego he buscado nuestro certificado de bodas. He hecho cuentas y he visto que nuestro matrimonio dejó de funcionar hace ya muchos años.
Le he dejado sentado a la mesa, he cogido mi bandolera, mi chaqueta larga de lana verde, mis zapatos de tacón y me he ido. No se ha molestado en preguntarme adónde iba, se ha quedado comiendo, la boca llena, la servilleta bien doblada y la grasa reluciendo en la comisura de sus labios. Unos labios, que en algún momento yo besaba a pequeños mordiscos, relamiéndolos con mi lengua.
¿Cuánto hace de eso? Ya ni me acuerdo. Lo veo obeso, sin modales, con ojos de besugo mirando al infinito, buscando un pañuelo en su bolsillo del pantalón.
Voy andando sin un destino, no importa. Después de nuestras discusiones, acostumbro a darme paseos olfativos. Ir a un centro comercial y entrar en alguna perfumería. Huelo uno o dos perfumes, nunca más. La capacidad olfativa se satura. Elijo un bastoncillo lo perfumo y me voy con él dando una vuelta. Cuando su volatilidad ha pasado, entro en otra perfumería y repito la misma acción con otro perfume, me ayuda a recuperar memoria, sensaciones juveniles, mi felicidad perdida. Al cabo de un tiempo se me ha pasado el enfado y vuelvo a casa.
Ahora se ha convertido en un pasatiempo más complicado. Hoy, con la mascarilla, es más difícil oler, por eso me he inclinado por un clásico, el de toda la vida, que usé durante más diez años, el Eau de Rochas con esta salida a pomelo.
La primera vez que lo usé fue cuando me lo regaló él a la vuelta de su primer viaje a Nueva York. Volvía pletórico. Le habían reconocido su ponencia en aquel congreso de Derecho Internacional. Lo habíamos ensayado juntos, hasta había tomado clases de inglés para no tener problemas en la pronunciación. Yo no le pude acompañar, mi maldito miedo a las alturas. Entonces yo era confiada e inocente, recién salida de casa; él ocho años mayor, la vida ya le había golpeado, pero nos estábamos conociendo todavía. Me dijo que me traía un regalo de la Quinta Avenida, y yo le creí, incluso me emocioné, hasta que por casualidad, al llevar al tinte su chaqueta azul, encontré un ticket del Duty Free de Madrid. Se había acordado de mí en el último momento, pero se molestó en envolver primorosamente el perfume con la mentira.
Supongo que así empezó todo: Mentiras piadosas que me decía cuando volvía tarde de la facultad, comentarios como dardos a mi autoestima.
Sí, por eso hoy he elegido el Eau de Rochas, porque me recuerda un proyecto de felicidad, que, desgraciadamente, solo duró, lo que duró aquel frasco, y que pensaba que podría reparar volviendo al mismo perfume. Después de años he vuelto otra vez a su fragancia, pero no ha servido de nada, el desprecio ya se había instalado y la estima se había esfumado como las notas del aroma.
Acerco de nuevo el bastoncillo y no puedo apreciar su esencia a narciso, pachulí y cilantro. Las partículas del olor son diminutas; más pequeñas que las de los virus, pueden traspasar el tejido de las mascarillas, pero hoy no llego a apreciarlas ¡No puedo oler el corazón del perfume igual que nunca llegué al suyo, frío como el culo de un pocero! Me recuerdo perfumada, en deshabillé, esperándole en el lecho conyugal, pero nuestra boda no traspasó los límites del derecho. Me di cuenta que él solo buscaba el ascenso social de mi apellido, nada más.
Empecé a pudrirme en el piso de Serrano. No se me ocurría pedir el divorcio. No lo hubiera aceptado y menos pasarme una pensión. No es violento, y a mí nunca me ha querido, pero el hecho de pasar una pensión y ver su dinero divirtiendo a otro hombre, eso sí le volvería loco, incluso para matarme. Él puede compartir las mujeres de otro, pero no a mí. ¡Qué paradoja, solo se es cornudo con la mujer, no con la amante! Así de primitivo. Su cabeza solo tiene una caja registradora con dinero y el honor perdido de la familia.
Ganas de divorciarme no me han faltado e incluso he ido repetidas veces a la Oficina de empleo para buscar un trabajo que me pudiera mantener y no pedir ninguna pensión. Siempre salgo con un paquete de pañuelos de la orientadora laboral. Elvira se llama. Tiene mucha paciencia conmigo, pero es que no sé hacer nada. De pequeña jugaba con mi muñeca, primero con la Nancy. A ella le debo mi pelo rubio. Luego me regalaron una Fanny, menos aniñada, más esbelta, con más clase. Me la regalaron morena, pero tuvimos que cambiarla por una rubia. Y eso es lo que sé hacer, jugar a las muñecas, buscar vestidos de moda, maquillarme para ocasiones y llevar perfumes caros.
Ahora se supone que estoy llegando a las notas de fondo del Eau de Rochas, al sándalo y al almizcle, que hoy no encuentro, pero que me traen a la abuela con su traje de tweed y su cigarrillo de mentol. Me lo advirtió con su gracejo al hablar “si te casas con este, te arruinas la vida, busca otro hombre, hay muchos”. Ella supo calarlo, pero a mis padres les gustó.
Llevo seis horas dando vueltas, son más de las diez, ni me ha llamado, y no sé si quiero volver a casa.
Es la hora de cierre del centro comercial y regreso. Esta vez no se me ha pasado el enfado. La lavadora sigue dando vueltas, lleva dando vueltas desde que empezó la pandemia, lavando a noventa grados.
No me dice nada cuando entro en casa. Le oigo toser desde su despacho con una tos seca y continua. Paso de largo.
Al ir al baño veo que falta el termómetro del botiquín. Todo está siempre meticulosamente ordenado en el armarito: La insulina para la diabetes, las pastillas amarillas para el colesterol, a consecuencia de sus altos niveles ha sufrido dos ataques cardíacos, también toma otras pastillas para la tensión alta.
Las pastillas azules de Pfizer, las guarda en su despacho. Seguro que le han caducado, con la pinta que se le está poniendo, no me lo imagino con ninguna alumna, tampoco con alguna de sus clientes de Gucci. Y menos ahora con el miedo a contagiarse.
No lo he sentido en la cama y cuando me levanto ya se ha ido. Llevamos treinta y dos años casados, demasiado tiempo, los matrimonios también tienen su fecha de caducidad como las lavadoras. Algunos caen en desuso, no es que acaben de funcionar del todo, pero hay un insuficiente desempeño en sus
funciones.
A las doce me llaman del centro de salud para decirme que soy positivo en COVID-19. Me entra una sensación de bienestar, de placidez por haber alcanzado un logro. Yo, positiva y él tosiendo. No podía encontrar mejor final para el drama.
Nadie sospechará nunca lo que tramé.
Arancha Naranjo
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