
A ella le gustaba callar, pero lejos de mostrar indolencia, su actitud escondía comedimiento, tal vez, una cierta inhibición provocada por la ausencia de una educación reglada. Nunca pisó una escuela. En poco tiempo, es decir, durante toda su vida, aprendió a utilizar, a estrujar todas las bondades que le proporcionaba el ejercicio de la observación, forzado en el inicio por la dictadura del género, cultivado después, como el mejor instrumento para el aprendizaje.
Con esas premisas, sus silencios llegaron a tener una fuerza expresiva descomunal, apoyados en miradas, y gestos , en respuestas duraderas que, poco a poco, he ido entendiendo sin agotarlas, lastrado siempre por mis anteojeras.
La palabra más potente, la de más calado es la que no se dice, es la que se intuye, la que queda flotando inmaterial, a la espera del receptor ávido. Éste era su lema favorito, la enseñanza que más veces puso a mi servicio. Sus razones tenía. Motivos tan viejos como la existencia.
Hoy, cuando me siento a escribir, late en mí aquella voz femenina: la mejor palabra es la que no se escribe, la que queda entre líneas, la que lleva implícita la complicidad entre el escritor y el lector, la que provoca que éste último haga más suyo el texto, la que navega por sus silencios.
¿No es éste uno de los momentos más álgidos de la interacción entre ambos?
Muchos años después de que una mujer, perita en romper cadenas, me ofreciera esta prueba de amor sin límites, sigo calando en sus profundidades, sigo reconociéndome en el largo camino que aún me queda por recorrer hasta alcanzar ese dominio: el de la callada por respuesta, el del sosiego, el del análisis, el del aprendizaje, el de la palabra con poso, la que sólo es visible con el alma.
Hoy, desde los vacíos de este texto, creo haber escrito la historia de una mujer que, como tantas, aprendieron a narrar sin más soporte que el viento, a editar páginas en blanco, a ofrecer su dolor preñado, su herencia imperecedera, la tabla de mi salvación.
Juan Jurado.
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