Respondí a su carta emocionado con mil preguntas. El correo postal no era muy rápido, me dispuse a esperar. Nada. Mandé un telegrama. No hubo respuesta. Conseguí llamar a su residencia de estudiantes. Nadie me dio noticias, ni siquiera la Embajada de España. Yo no era familiar directo. Me empecé a preguntar qué tipo de mujer podía ser Lea, hasta qué punto la conocía. ¿Por qué no escribir la aventura completa al día siguiente o quince días después? ¿Quién es capaz de enviar una carta dejando esa zozobra y luego desaparece?
Seguí con avidez las noticias de la guerra y dentro de mí germinó un rechazo. Me convencí de que Lea no merecía la pena, me sentía utilizado, cual títere, para aplaudir su espectáculo y abandonado en cuanto encontró algo mejor y más cercano. La imaginé del brazo de aquel guía turístico, tomando café, riendo sus historias. Busqué y, por supuesto, encontré en ella características de diosa griega: narcisismo, egoísmo, vanidad, arrogancia. Cada día que pasaba sin noticias añadía un nuevo rasgo, nunca positivo.
Tampoco entendía por qué me había elegido a mí, si solo era un adolescente algo acomplejado. Nadie me conocía por mi nombre, Alfredo. En la pandilla, todos me llamaban, Garabato, por desgarbado, flaco y estirado como una cría de cigüeña; muy serio en clase y en la barra del bar siempre el último en ser servido. Siempre detrás de Lea, a su lado, buscándola en los recreos. ¡Si estábamos en el mismo bando! ¿Por qué no respondía? Estaba tan dolido que llegó a no importarme lo que le hubiera pasado. Y el tiempo apaciguó mi ardor con el bálsamo del olvido.
La vida continuaba, para mí como profesor de secundaria en un instituto de Madrid. Aburrido, con relaciones esporádicas, había llegado a la madurez sin ningún éxito de pareja: entre mis compañeras de instituto no entablaba relaciones serias, era tan anodino como para los camareros; y Tinder se me antojaba frívolo, aunque me había servido para tomar algún café.
Un día de mayo hojeando unos libros en la cuesta de Moyano encontré uno escrito por Lea. Al leer la dedicatoria no pude contener una lágrima ácida horadando mi alma: “a mi hija, Victoria, y a Alfredo, mi amor cósmico, como un viaje de ida y vuelta a la Luna y en zigzag”. En el prólogo me pedía disculpas por aquella carta, que aún conservo, el flagelo, que nunca fui capaz de destruir. Era un hermoso poemario:
“Las guerras no son cómicas, siempre son injustas
Sangre, dolor, violación, orfandad
El sufrimiento se reparte entre los más débiles.
No importan los bandos, el despotismo los cubre a todos.
No, las guerras no son cómicas, siempre son desiguales
Destrucción, miseria, mutilaciones, exilios.
Solo era una ingenua estudiante, población civil de paso,
En la III Guerra Mundial, quiero junto al cómico, ser también militar.”
Su historia me fue llegando de a poco, dosificada en sus versos. Lea había sido violada aquella noche del toque de queda en Ereván. Yo había construido una historia para cobardes emocionales, que apaciguara el sufrimiento;había cambiado a mi compañera adolescente por una despiadada diosa griega y la realidad me la devolvía juvenil con su aire desgarbado y su ternura inocente.
Compré veinte ejemplares. Guardé uno para mí, otro para el departamento del instituto y el resto los envié a emisoras y a revistas literarias. Necesitaba expiar mi culpa y sembrar de nuevo mi alma con la épica de mi graciosa reportera.
Arancha Naranjo.
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