Hubo muchas que escribieron sin saber que escribían. Mujeres que antes de usar las manos para contarse sintieron que algo les quemaba por dentro. Las que no querían ser monjas ni casarse con un viejo ni estar tan morenas por culpa de las largas horas que debían pasar al sol, trabajando en el campo . Las que suspiraban porque el amigo no volvió la noche siguiente allí donde siempre se encontraban. Quizás fueron las primeras brujas, capaces por sí mismas de llevar la leña a una hoguera para arder dentro y hacer que sus cenizas fueran palabras que nadie recogió en un libro hasta mucho después. Hubo otras que escribieron orgullosas de su insensatez, que corrieron peligro y supieron que estaban siendo útiles para todas las mujeres a las que no llegarían a conocer. Fueron nuestras primeras hermanas, las niñas que sentían el mundo de otra forma y que quisieron contarlo para encontrarse a salvo, a pesar del riesgo, para saber que en el camino otras alzarían la voz y exclamarían «yo también, yo tampoco«. Hubo mujeres a las que amo sin remedio. Amo a la que dijo «yo soy el etcétera de mi familia«, a la que hablaba con los pájaros en griego antes de decidir que lo mejor era ahogarse en un río con los bolsillos llenos de piedras. A la que jugaba sola o con todos los niños muertos del pueblo. A la que escribió cartas a un amor que jamás respondía. A la que no podía contar a quién amaba en voz alta y aprendió una lengua misteriosa para nombrar aquello. Amo a las que me han hecho comprender que los monstruos son compañeros de viaje necesarios. Amo a las que trajeron hasta mí el nombre de un color o de un veneno. Amo a todas las que me han hecho llorar y sufrir y suspirar de alivio como si en medio de la oscuridad y la niebla distinguiera por fin, a lo lejos, una luz en la ventana.
Amo como a hermanas a todas las que me permitieron descubrir el lenguaje y me enseñaron a descubrírselo a otras.
Patricia Esteban Erlés
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