Cuanto entramos la sombra sacudió la soledad del pasillo empolvado por el tiempo y la dejadez de siete años de quietud absoluta. La madera crujió por falta de pisadas o quizá fue un quejido al verse violentada por pasos de la gente. Tu cuerpo yacía quieto; la pierna torcida con la sorpresa de verse sacudido por la visita impetuosa de una muerte certera que ni te avisó. Allí quedaste, entre ambas paredes. Con la pierna volteaste la puerta de la cocina, quizá salieras de ella, o quizá te dirigías a componer una cena solitaria, como fueron todas en los últimos meses. Te dejó seca el relámpago de la parca, sin avisar, siquiera, para haberte quitado el delantal y presentar un cadáver prestoso, para los que siete años después te llegaramos ver. No dio tiempo. Quedaste desparramada en el linóleo, cubierta por el polvo que los años van dejando en la casa.
No estabas corrompida, casi parecías figura de papel; fue lo primero que notamos con extrañeza en toda aquella jornada. No te habías consumido, tan solo te quedó la piel acartonada como muñeca vieja. Simulaba un despiece de papel, prensado y lentamente desprendido, a trozos, casi pelado. La cara del color de la cera mantenía la expresión de asilada que tuviste desde que ella se fue. El pelo, parecía amasijo de lana, entreverado en grises que surcaban un tejido negro que pudo haber tenido lustre. Los ojos, acristalados, como esas viejas muñecas que duermen el silencio de los bazares antiguos. Así fue como te encontramos.
Nadie se quejó del olor, ni de desorden. Nadie te echó de menos, como si no contaras, tal que si nunca tu cuerpo dejara huella alguna. Nadie añoró tu marcha. Nadie preguntó por tu ausencia. Nadie.
No tenías trabajo, lo perdiste pocos meses antes del desastre final. Cuando ella murió tú anunciaste a base de silencios y un llanto sin lágrimas, silencioso, como todo en ti, que el desastre debía sobrevenir. Y llegó. Y te cubrió con su mano la soledad envuelta en el polvo de años. Porque ya no quedaba nada por lo que vivir.
Labraste, a base de soledades y un carácter inhóspito, un futuro desolado envuelto en brumas de aislamiento. Ni a ella ni a ti os gustaron jamás los extraños, ni más relaciones que las imprescindibles. Un adiós, un hasta luego, nos vemos, pase buen día, o una inclinación de cabeza al toparos con alguien por la escalera, en la panadería o en el supermercado. ¿Para qué más? os confirmabais la una a la otra, si el mundo es hostil, si todo se diluye y no hay nada que sea más importante que estas cuatro paredes donde estamos seguras.
Y fueron pasando los años. Creciste, sin darte mucha cuenta, desde el lejano día en que gritabas alegrías o canciones de moda, o jugabas a hacerte mayor y ponerte tacones para poder bailar. Pronto sucumbiste al silencio que ella te inculcó. Al miedo a lo desconocido, por eso os envolvió la casa y sus cuatro paredes el horror a salir, a encontraros con alguien que os pudiera herir. No, mejor solas, con el velo ceñido de nuestra compañía, porque dentro de casa nada puede pasar, y el afuera siempre es hostil. Da miedo.
Por eso, al irse ella, te quedaste envuelta en el nubloso silencio que ciñe a las almas solitarias que ahogan las palabras y con ellas se llenan los pulmones de una brea que desemboca en muerte. Por eso te moriste. Por eso, has estado siete años envuelta en el silencio de una casa segura, donde jamás pasa nada que te ha servido de catafalco amparando tu solitaria marcha.
Tan solo cuando el dinero, amasado con calma y solicita paciencia se acabó, alguien dictó una vana sentencia de desahucio, constataron que habían cortado la luz y el agua hacía tiempo y nadie se quejaba. Por eso hemos entrado. Quebrantamos tu sueño, mancillamos la casa donde estabas segura.
Ahora, querida solitaria, recogemos el despojo, con sumo cuidado, no te conviertas en polvo y nos dejes pringados con tu solitaria podredumbre que nos pese después. Recogemos las miasmas, los útiles que aclararán algo sobre lo sucedido, aunque los que hemos entrado, no necesitamos mucho para explicar. Cerramos la ventana, que descarada, aún sigue abierta como muda mirada sobre el hogar que fue seguro y en los últimos siete años se convirtió en sudario.
Nadie llorará tu muerte, querida solitaria. Nadie añorará tus besos, ni tu risa, ni tu palabra. Nadie, quizá, recibió tus caricias ni el brillo de tus ojos, se asomó en el momento en que el amor aplacó un corazón helado. Nadie recordará que viviste, querida solitaria, tan solo, nosotros, los que quebrantamos el sagrado silencio que custodió tu sueño, jamás olvidaremos tu cuerpo encenizado, tus ojos de muñeca y la piel de cartón.
Maria Toca
FIN
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