Capitalismo aspiracional.

 

Me casé muy joven, casi adolescente -incido en la edad para que no sean duros/as en el juicio- Uno de mis tíos había triunfado en su carrera de emprendedor. Saltó de un puesto de trabajo seguro y rentable a la aventura que muchos años después se le dio en llamar: emprendimiento. Tuvo unos principios duros, pero al poco tiempo el triunfo y el dinero le comenzaron a llegar con cierta soltura. Y se compró un Mercedes, no tanto por el símbolo que suponía, que también, como porque su trabajo requería viajes constantes, disculpándose, ante los que le miraban extrañadas/os, alegando que necesitaba un coche fuerte y fiable. Imagino que la imagen de poder del vehículo tipo “haiga” que proyectaba el Mercedes incidió en su decisión.

Estábamos a finales de los setenta, España y mi familia coleaban de una precariedad ancestral en donde el triunfo se medía con ostentaciones de ese tipo.

Vuelvo a mi casorio, que divago. Aun siendo casi una niña ya mostraba talante y diseñé mi rocambolesca boda en la iglesia que apadrina mi Comunidad, no tanto por el simbolismo cantabrista sino porque el prior de la orden que guardaba las esencias de la cantabridad era un notable músico  prometiendo alegrar la boda con su arte. Ocurrió el suceso en La Bien Aparecida, municipio de Ampuero distante  cincuenta kilómetros de la capital, que en la época se hacían más largos a falta de autovías. Lógicamente mi tío se ofreció a llevarme en su rutilante Mercedes hasta la iglesia elegida.

Mantengo en el recuerdo como al pasar por pueblitos, barriadas diversas que componían un paisaje distinto al aséptico de las carreteras de ahora, los niños gritaban con admiración: ¡mira un Mercedes! Algunos, sorprendidos exclamaban ¡mira una novia! He de confesar que la primera y más numerosa  impresión admirativa era para el coche. Yo, asomadita a la ventanilla de atrás, envuelta en velos de blanco virginal (solo el color, el resto ya no) me sorprendía ante las exclamaciones y las miradas admirativa y/o envidiosas de las señorucas que se asomaban a las portaladas para contemplar la sinuosa y lenta marcha del Mercedes camino del casorio. Poco a poco se extendió sobre mi mente un estupor que dio paso al ensoberbecimiento por ser fruto de la admiración vecinal.

Lo confieso, me entró algo así como el prurito de pensar que al ir dentro del “haiga” poderoso que solo conducían ricos muy ricos (repito, eran los setenta y pocos lujos se veían en carretera)  toreros, políticos feraces y gentes de poder, yo era una de ellos. Ataviada con mi exquisito traje de novia contemplando la plebe detrás de las, ligeramente tintadas, ventanillas del coche de mi tío  sentí el regusto que produce la distancia de clase.

En mi descargo les aseguro que duró pocos minutos porque enseguida llegamos a la iglesia y se impuso la realidad. Me casaba con un tipo vulgar, yo era una adolescente vulgar cometiendo uno de los grandes errores de una vida vulgar. La impresión de ser especial se disolvió al día siguiente cuando emprendimos un viaje en tren común hacia una ciudad común y a una vida común.

Les aseguro que el recuerdo de ese sentimiento dentro de aquel Mercedes escuchando el revoleo de los chavillos a su paso me torna cuando contemplo la falacia de tanta gente que se eleva sobre sus talones para atisbar -de lejos, entre sombras y por poco tiempo- el capitalismo aspiracional que les obnubila tanto como para votar, opinar, o accionar en contra de sus intereses. En contra de la esencia primigenia de clase que toda persona nacida en el común tenemos.

No es que abjure de ambiciones varias, sean las que sean. Esa joven que estudia y sacrifica tiempo y diversión para convertirse en científica, cantante, actriz, o lo que sea. Ese joven que entrena horas porque ansia una medalla y hacer legendaria su paso por la vida. Esa persona que pasa horas y horas en el ordenador escarchando el lienzo en blanco intentando pergeñar ideas que luego serán leídas por cuanta más gente mejor. Cada cual la suya y todas lícitas. Son ambiciones sanas y corpóreas que nos animan la vida. El problema es cuando perdemos la esencia del ser, cuando queremos dar el salto por encima de nuestra clase en busca del poder sobre otra gente, del poder de salirnos de lo que consideramos lastre de clase. Y nos falseamos la realidad dentro de un Mercedes/Porche/Lamborghin… en una urbanización de lujo, o mirando por encima y con mueca de asco al inmigrante que llega alentado por su ambición de progreso, porque nos recuerda demasiado a lo que fuimos, a lo que nos contaron los abuelos o los padres al emigrar a Suiza, Alemania, Argentina…con una mano delante y otra detrás y sufriendo lo mismo que los que ahora llegan a nuestra casa.

Es que ahora somos los otros, pensamos con regocijo. Ahora somos nosotras las que arrugamos la nariz ante un menor no acompañado de piel oscura y decimos que es inseguro tener una residencia de niños extraños cerca de la vivienda que habitamos. Es que sentimos que ahora vamos dentro del Mercedes y queremos, exigimos casi, que los de afuera nos coreen como los ricos que quisiéramos ser. Porque la realidad es que sabemos que somos tan frágiles y precarios como ellos. La realidad es que sabemos que un soplo de aire de los verdaderamente poderosos nos tornaría al lugar del ancestro. A tomar la maleta de cartón llena de chorizos con pan de pueblo y salir al extranjero de nuevo a sufrir las intemperancias de alemanes, suizos, franceses…En realidad cuando detestan a los menores no acompañados, a los que llegan en patera, a los “ilegales” están detestando su esencia, su pasado y su historia.

Porque todas, o casi -la alcurnia aristocrática es mínima y venida a menos- somos hijas de esa clase social que destripaba terrones, fregaba con sosa cáustica y cargaba con la ropa hasta el lavadero público. Hace no más de cincuenta años que España puede considerarse primer mundo. No más de cinco décadas que nos separan de ser “ilegales” parias, marginales que realizaban los trabajos que suizos, alemanes, belgas y franceses no querían hacer y mientras nos contemplaban con sus labios subsumidos y la nariz arrugada, nuestros abuelos/padres/tíos chacinaban en la cocina del hotel o fregoteaban con la escobilla del baño la mierda europea.

Somos los que son ahora. Quizá al padecer el odioso capitalismo aspiracional lo que estamos es exorcizado a los puñeteros demonios de clase de los que queremos huir.

Ya les dije que al bajarme de aquel Mercedes y volverme normal aprendí para siempre cual era/es mi clase, cuál es mi esencia de la que jamás quiero abjurar y que debo luchar por mejorar pero sabiendo donde están las raíces y a dónde pertenezco.

Se capitalista aspiracional es bien triste porque es falaz totalmente. En el fondo lo que ocurre es que compramos un modelito copiado de un diseñador, pero realizado en el Arteixo de Zara. Lo que ocurre es que nuestros barrios jamás serán (ni puñetera falta que hace) ni la Finca, Moraleja o Milla de Oro. Porque esa clase de desclasados que aspiran a ser clase alta, se sienten clase media, lo que de verdad son es gilipollas integrales que tienen miedo de ver la realidad.

Porque ser de clase trabajadora es un orgullo y los pobres enfermos/as de capitalismo aspiracional lo ven como un lastre. Y eso sí que es un grave problema porque, en breve, hay que bajarse del Mercedes y encontrarse a ras de suelo y sin raíces,  que con solo un ligero golpecillo de aire nos tumba sin remedio.

María Toca Cañedo©

Sobre Maria Toca 1749 artículos
Escritora. Diplomada en Nutrición Humana por la Universidad de Cádiz. Diplomada en Medicina Tradicional China por el Real Centro Universitario María Cristina Coordinadora de #LaPajarera. Articulista. Poeta

2 comentarios

  1. En mi época éramos pobres incluso no sabíamos lo que era cenar, solo nos daban leche con avena, arroz, manzana.
    Y a mi esposa también, un compañero de facultad la llevó a la iglesia en su coche no se que marca pero impoluto y muy grande, yo había llegado solo a un 600 viejo .
    No reniego de absolutamente bada al contrario , aprendí a valorar lo que tenía, y comenzó también seguir el camino de mi padre, un sindicalista de los de antes ,que trabajaban y después del trabajo iban al sindicato.
    Me encantó tu relato.

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