Hace poco contaba Manolo Gutiérrez Aragón en el País que Andrés Trapiello, en frase irónica, dijo un día que a Galdós solo le interesaban las mujeres. Y es María Zambrano la que afirma “Pérez Galdós es el primer escritor español que introduce a todo riesgo las mujeres en su mundo. Las mujeres, múltiples y diversas; las mujeres reales y distintas, «ontológicamente» iguales al varón. Y esta es la novedad, ésa es la deslumbrante conquista. Existen como el hombre, tienen el mismo género de realidad” Pensamos que nuestro autor, dedica páginas a la mujer como individuo no solo como género, tal que habían venido haciendo la novela hasta llegar a él, y a Clarín.
Galdós en su literatura se dedicó con escalpelo a componer personajes femeninos con una enjundia de la que adolecen los masculinos. A Galdós se le nota la pereza con los hombres, los describe con la maestría de novelista singular, pero a brochazos. Con unos cuantos trazos realiza la composición psicológica de los personajes masculinos. Simples, en su mayoría, menos dados a filigranas psicológicas que los femeninos aun con excepciones brillantes. O son pusilánimes sometidos al poder mujeril dentro del hogar y/o golfantes fuera de la casa. También, parece ser que se autorretrata en algunos, nos le encontramos en los hombres mayores, un tanto de vuelta de todo, mirando la vida con el escepticismo que produce la edad, con una bondad innata que los exime de sus puerilidades, a veces, otras los hace simpáticos al lector a base de cincelar acciones cómplices. Pero sin más. En cambio a las mujeres las dota de las filigranas psicológicas más intrincadas, dibujando, tal que forense de la realidad, personajes que nos definen a la sociedad.
En los márgenes, claro, porque las mujeres galdosianas tanto como las de verdad -no olvidemos que la vida de Galdós se desarrolla a lo largo del XIX español y principios del XX– lejanos a los movimientos de liberación y de sufragismo europeos (salvo la incomparable excepción de la marquesa de Pardo Bazán). Las mujeres de Galdós reflejan una época que duró demasiado, salvando el lapso de la República, que a trompicones parecía que salían del letargo de siglos. Las mujeres españolas o eran santas o putas sin remedio. O eran burguesas piadosas solo preocupadas por el buen casorio, luego por el bienestar del marido o de la prole, o eran mujeres de la calle, libres, con una sexualidad visible y escandalosa, indignas de confianza y piedad que acababan en el arroyo en su mayoría.
Esa dicotomía se da en la literatura de Galdós, con los consiguientes pliegues psicológicos que no tienen determinados personajes simplistas. No, Galdós remueve el alma femenina para sacar las contradicciones, las pasiones, la piedad oculta, la servidumbre o la inteligencia que quedaría sepultada bajo el magma del folletín novelesco de no ser él un escritor genial. Como digo, Galdós diseña a sus mujeres en los márgenes de la sociedad que era donde se desarrollaba la vida femenina. Como una sub-sociedad, si me permiten el palabro, donde tiene cabida la piedad, la caridad, una solidaridad brusca pero certera, también acciones mezquinas, traiciones, penurias varias y perezas rezagadas. La vida misma. Mujeres altivas, humildes, bajas, altas, viejas, jóvenes lustrosas y deseables, feas, brujas y alcahuetas, comerciantes, vendedoras de sueños, esplendidas o tacañas, piadosas o descreídas. Enfermas de rabia o de humildad, tercas, frágiles, fuertes, duras como el pedernal. Mujeres al fin de carne y hueso porque pocas veces se ha visto reflejada el alma femenina tan certeramente como nos la radiografió el insigne misántropo que no misógino de don Benito. Gran degustador del sexo femenino, tanto como su discreción le permitió, aunque creo que fue tanto o más diseccionador que disfrutador.
Es notable y curioso como bastantes de los grandes de la novela universal, le deben su prestigio sobre manera a las novelas donde se sirven de una mujer para contarnos la sociedad. Caso de Francia con Flaubert, y su maravillosa Madame Bovary, incluso Zola, hace de su Naná , una reflexión naturalista y descarnada del París lumpen y desarraigado, con el complemento de Vientre de París y el mosaico de personajes femeninos que pueblan Les Halles. En Rusia, Anna Karennina donde Tolstoi se explaya sobre los vicio de la alta sociedad tan denostada por él. En España hay dos novelas monumentales, a mi entender, con semejanza de las nombradas, Fortunata y Jacinta de Galdós y La Regenta de Clarín. Ambas son tan grandes que nos llevaría horas desmenuzar su simbolismo social, su enorme aportación a la novela española, que creo, llegó al máximo con ambas. Ni antes ni después se hicieron novelas del tamaño de estas, en nuestro país, salvando, claro está al Quijote.
Incluso en los personajes antipáticos femeninos son ricos, el más conocido y sintomático de los mismos que es Doña Perfecta, ejemplo y adalid de esa España profunda que lacera el alma femenina hasta hacerla dura como el pedernal, quizá en respuesta a tanta restricción. Dejamos al mismo Galdós que nos defina a doña Perfecta en estas líneas:
«No sabemos cómo hubiera sido doña Perfecta amando. Aborreciendo tenía la inflamada vehemencia de un ángel tutelar de la discordia entre los hombres. Tal es el resultado producido en un carácter duro y sin bondad nativa por la exaltación religiosa, cuando esta, en vez de nutrirse de la conciencia y de la verdad revelada en principios tan sencillos como hermosos, busca su savia en fórmulas estrechas que sólo obedecen a intereses eclesiásticos. Para que la mojigatería sea inofensiva, es preciso que exista en corazones muy puros«.
Estudiando este personaje, importante y definitivo en el universo galdosiano, me trae a la memoria a otra mujer sin alma, o con ella amputada, que también era dada a producir dolor en los suyos: Bernarda Alba. La brava madre que ahoga a sus hijas en el mar de sus creencias. Mujeres mayestáticas, fuertes o duras como se prefiera nombrarlas, que se sienten seguras en un feudo de concisas normas inquebrantables aunque para ello destrocen el alma de las que supuestamente aman.
En el caso de doña Perfecta, destrozando el corazón de su hija Rosario, para la que en principio concierta el encuentro con su supuesta antítesis, Pepe Rey –sobrino de la matrona- a la sazón pretendiente de Rosario, moderno, ingeniero de profesión, por lo tanto con la mente científica contraria a los usos y abusos de un catolicismo rancio que tanto vilipendió Galdós en toda su obra. Es el cura, don Inocencio claro exponente de esa iglesia que despreciaba don Benito y uno de los personajes que le debieron de suponer alguna colleja propiciada por su querido amigo y adversario ideológico Menéndez Pelayo, o Pereda , en sus famosas controversias religiosas que en pocos momentos y jamás definitivos, menoscabaron su amistad.
En doña Perfecta se da la rigidez en toda su magnitud. Estudiosos apuntan con claridad que bien pudiera estar inspirado el personaje en la madre de don Benito, doña Dolores, tan rígida y cruel en sus apreciaciones como doña Perfecta. No olvidemos que contrarió los amores prematuros de don Benito con su prima Sisita, hija natural de una cubana que mostraba un carácter distendido y lenguaraz que era demonizado por la vasca rígida de doña Dolores. Esa madre, es posible que labrara en la mente del maestro para siempre la figura de la mujer todopoderosa que hace de la posesión doméstica condado y fuente de poder de la que huye don Benito toda su vida de solterón empedernido y misántropo simpático aunque fuera gran amador y prolífico amante.
Tal que doña Perfecta, controla vidas y haciendas con su larga mano y su poder omnímodo que le da la conformidad de una iglesia cómplice con cualquier atadura de la moral, con cualquier hipocresía que mantuviera los lazos bien atados a la libertad. Doña Perfecta y don Inocencio tejen la red subliminal donde enredan a Pepe Rey y de forma indefectible a Rosario. Personaje, que si me permiten, me deja un poco decepcionada por su pusilanimidad, con una cobardía y una pacatería que está muy lejos de ser la de la futura Fortunata, incluso de la (un poco sosa, si me permiten la licencia) Jacinta, que al final enfrenta una realidad vital y suelta amarras tomando en sus brazos al hijo ansiado y con ello, quizá se despega de la tenaza que el incorregible Delfín, Juanito Santa Cruz, le acogota.
Son estos dos personajes, además de los secundarios, los más definidos y definitorios en la obra galdosiana. Fortunata y su salvaje belleza, con la bravura de las hijas de la calle madrileña, chulapa de mantón y faca, mujer de recursos y de belleza que la hace incontenible en cuanto siente eso que se llama amor, por algunos y las que tenemos cierta reticencia e ideología de género, llamamos adicción pasional.
Fortunata es el pueblo de Madrid, sus barrios, sus gritos de “agua va” la que seduce al Delfín, absorbiendo un huevo crudo en una esquina de la escalera, como muestra de la inconcebible liberalidad para quien está acostumbrado a comer sobre mantel de hilo y cubierto de plata.
La pasión, efímera y alternante de Juanito Santa Cruz por Fotunata le sumerge por momentos en ese pueblo que le atrae, como le atraería la selva africana, de tener acceso a ella, para luego salir huyendo hastiado y asqueado a los brazos limpios de la aseadita y sosa, vuelvan a perdonarme la licencia, de Jacintita.
Jacinta es mujer y antítesis de la otra. Pero no tanto porque Don Benito dibuja un carácter firme, pasional aunque condensado en los límites de la buena sociedad, ya no es la Rosario, de Doña Perfecta, pacata y cobardica, Jacinta baja al barro, pelea por su hombre y luego le envuelve en un manto de indiferencia que bien podría considerarse liberación y empoderamiento, de hallarse Jacinta en nuestra época.
No es bella como Fotunata pero Galdós nos la describe como elegante, con la finura que dan los buenos alimentos y las buenas formas aprendidas desde la cuna. Jacinta es todo bondad, secuenciada por el desconocimiento de la vida real. Es un pollito nacido al calor de una alta burguesía, sin dinero, pero con lazos de poder y alcurnia desfasada. Hasta que se topa con la otra realidad: la desafección del golfo de su marido, la vieja historia que la subyuga hasta la obsesión. Jacinta ama al Delfín y se siente letalmente atraída por Fortunata, por su bruta sexualidad, por su libertad que la atrae de forma indefinida conforme la va conociendo. Son dos caras de una moneda en las que el amor y el odio se entremezclan de forma más que plausible. Al final de la novela, es el duelo de ambas el que queda, desdibujándose los personajes masculinos hasta hacerse invisibles. Son ellas las que llevan al lector hacia el abismo del conocimiento de sus personalidades.
En Fortunata y Jacinta, asoman una cantidad de personajes secundarios que son los que de verdad convierten a la novela en el monumento literario que es. Como lo es La Regenta, por el mismo motivo. Y creo, en mi modesto entender, que es lo que define a una buena novela: los secundarios. Bien que los personajes principales estén definidos, con carácter, vitales y humanos, pero para hacer historia literaria, creo que hay que producir secundarios de enjundia.
Y nos encontramos con Guillermina Pacheco, la beata, que tiene algunas de las cualidades de Doña Perfecta, sin tanta abyección y con mejores intenciones, pero al cabo, con un corazón tan frío y un clasismo bien definido. Hace caridad…se junta con los pobres, pero sin afán redentor, solo paliativo. No hay ni un mero atisbo
revolucionario en la caridad de doña Guillermina. En su orden moral, los pobres existen para que los ricos hagan caridad y ganen el cielo. No más. Otro sesgo, es posible, de doña Dolores, la madre del maestro y su religiosidad caso obscena.
El personaje de Mauricia la Dura, nos antecede el futuro de Fortunata. Amar en desorden, amar sin medida amparada en pasiones corpóreas desbridadas y desfrenadas tiene mal fin. En eso, el maestro, cae en la moralidad católica de la época. Las malas, las desordenadas, las hijas del pueblo que no anteponen la virtuosidad más exigente a la moral, acaban muy mal. Locas, bravas, encerradas en frenopaticos perversos como Mauricia, quemadas las entrañas por el alcohol que consumen para poder sobrevivir a la propia carga de su conciencia. De lo que la sociedad lastra a su conciencia. Muere Mauricia la Dura, como muere Fotunata por no sujetarse a los intereses y el orden social de una burguesía aburrida y aborregada. Por galopar libres en pos de las pasiones desatadas, que siendo hombre son motivo de admiración o de chanza, pero siendo mujer son causa de condena letal.
María Toca©
Conferencia impartida en el Ateneo de Santander junto a Yolanda Arancibia, Raquel Gutierrez Sansebastián y José Ramón Saiz Viadero.
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