Nadie, o casi nadie, leía El Quijote a los diez años, si exceptuamos a Borges. Ni a los veinte. Ni siquiera a los treinta.
Yo fui una lectora mestiza, una mil leches que devoraba todo lo que le caía en las manos. Disfrutaba aprendiendo palabras o si simplemente me contaban una historia que conseguía llevarme lejos de la vida real. Si el libro era un refugio me bastaba, porque entonces no podía juzgar si era un bodrio resultón o un clásico. Ni falta que me hacía.
Reivindico la lectura como hábito que puede convertirse en pasión depurada, en capacidad para ir desarrollando un paladar exquisito, un criterio. Yo que leí feliz hasta el paroxismo a King, a Noah Gordon en aquel bingo infecto, que solo quería volver a casa para saber qué pasaba con la inocente Carrie o el médico dotado del talento de curar en plena Edad Media, revindico la lectura como entretenimiento, como placer individual a veces poco exigente, a veces simplemente nutricio. Ojalá todos encontrásemos un libro que nos lleve lejos, que es capaz de brindarnos la felicidad inmediata, la necesidad de repetir esa dicha sencilla enfrascándonos en otras novelas, en otras historias. Lamento la pérdida de un escritor que sabía hacer que sus lectores se quedaran para siempre en sus textos y volvieran a por más. Muchos chicos y chicas que leyeron Marina o La sombra del viento decidieron que valía la pena el esfuerzo de abrir un libro y no regresar nunca jamás al punto en el no les apetecía hacerlo. Y lo mismo les ha pasado a personas adultas que habían perdido el interés por la lectura, o a gente mayor que en la jubilación se han podido sentar y viajar hechizados con tramas sencillas y personajes con los que podían identificarse.
Y no es fácil lograr algo así, ni escribir un best seller, un libro que la gente necesite comprar para sentirlo suyo, para que le cuente la historia que necesita escuchar. Prueba a hacerlo y verás.
Patricia Esteban Erlés.
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