La explosión de colorido, la puesta en escena, las imágenes rápidas, que se suceden en el primer episodio nos ponen enfrente de una sucesión de historias que pueden ser desconocidas para el/la espectador medio, pero cautivan desde el principio. Patrimonio de la factoría Ryan Murphy, creador, entre otras de American Horror Story, American Crimen Story, Freud…es el despliegue de fuertes imágenes que nos dejan hipnotizadas aunque no entendamos bien de qué se trata.
La historia parte de los años ochenta en Nueva York, punto de partida de una ola de muerte que se extiende por la parte más frágil de una población vejada. Son negros, latinos, además de lgtbi y por debajo de todos ellos, las transexuales. Como explica en un dialogo tan duro como real uno de los personajes más entrañablemente hermosos que he visto en una serie, Angel (Indya Moore) “Cariño, aterriza, somos lo más bajo de lo bajo. Mujer, negra, transexual, prostituta, por debajo de nosotras no hay nada”
Y sí, no hay escalón detrás de ellas. Quizá por eso a partir de los años setenta deciden crear comunidades en torno al baile, el disfraz, la música. Son los ballroom neoyorkinos que se realizan en barrios marginales plenos de gente que exuda una ciudad cruel como pocas, abierta y libre, también como pocas, a donde van llegando la excreción de seres que nadie quiere.
Expulsados de las familias, marginales y marginados que conforman “familias” en donde una “madre” los cuida, protege y guía en torno a las duras competiciones que se realizan en las fiestas de ball. Son como las peleas callejeras de West Side Story pero tornando las navajas y la violencia en baile, trajes imaginativos, maquillaje, poses de vogue y diversión.
La fuerza que los une es el desprecio de una sociedad blanca, también reflejada en la serie con breves y certeras pinceladas, que despunta con brío –menciones a Trump y a sus cachorros ejecutivos de la Gran Manzana– que de día son atildados tiburones de Wall Street y de noche corren por los muelles neoyorquinos en busca de las mujeres trans prostituidas o de una ama que los azote y los veje. Ellos son también la excreción social pero la pija y capitalista.
Las “familias” formadas en torno a los balls tienen lo que cualquier familia. Problemas, diferencias, rencores, competitividad, pero sobre todo hacen comunidad frente al exterior. Sí, son lo más bajo, son vulnerables hasta lo inaudito porque un retraso nocturno puede resultar muerte segura. Una cita puede acabar en agresión o paliza. No hay posibilidad a las relaciones normalizadas, ni al abrazo público. Quizá por eso el amor y la solidaridad entre ellas es tan fuerte.
La serie es música (las amantes de la música ochentera disfrutamos mucho) baile, modelos inverosímiles, puesta en escena que desafía en cada plano al siguiente, color, belleza y glamour, pero por debajo subyace el drama que como nube negra se abate sobre el cielo de los suburbios. El VIH y el SIDA han aparecido por el cielo ochentero como un tornado llevándose a su paso amigos, hermanas y compañeras en un desfile siniestro que no tienen fin.
El colorido de los ballrooms se torna en grises, opacos blancos, sucios azules manchados con la sangre y el desprecio de los primeros enfermos de SIDA, cuando no se les daba cubiertos por temor al contagio y las sanitarias se negaban a entrar en las habitaciones, tirando la comida y las medicina desde lejos. No todos, por supuesto. En los tiempos duros siempre se erigen unas cuantas personas que saltan por encima del miedo atacadas de humanidad, de empatía y de una valentía a prueba de balas. Las mortíferas balas de un virus desconocido, que como dice Pray Tell (Billy Porter, merecido Premio Primetime Emmy por la serie) elimina a lo que nadie quiere: gays, trans, toxicómanos. Se saben condenados, sienten el sonido de la bala silenciosa de ese virus tan selectivo que parece diseñado por un perverso nazi/fascista para eliminar lo que le molesta. Han vivido la fiesta como nadie, ahora toca sufrir las terribles consecuencias de la plaga bíblica que envía un dios muy colérico y malsano.
Lo que molesta es lo más frágil y tierno de una sociedad diversificada que no se acepta o que se pretende ocultar. La cultura del ballroom recoge a las excreciones y las mima en su seno.
La serie nos muestra una realidad empírica que muchos/as siguen sin querer ver. Dan igual los fallos de guión, los saltos en la historia, los excesos de glucosa en algunos personajes –el de Blanca sobre todo- Da igual los fallos que pueda tener una serie que es más que eso. Es pura delicia en la que nos seduce Angel con esa belleza singular y explosiva, a la vez que su ternura. Los ojos de Angel nos cuentan mejor que mil palabras todo el dolor que puede soportar el alma humana. Toda la humillación y todo el amor, también.
La explosiva Elektra (Dominique Jackson) nos abruma desde la supremacía de una mujer inmensa en todo. En lo bueno y en lo malo, con sus oscuridades y penurias que la hacen más cruel y más sensata, a veces. Pray Tell (Billy Porter) nos lleva de la mano, como el maestro de ceremonias que es, desde el glamour del ball, hasta el recóndito hangar de hospital donde yacen dolientes seres esperando la muerte en soledad. Una soledad que grita a la sociedad más que mil arengas.
Fueron tiempos duros, los que sobrevivimos a ellos conocemos bien el dolor de la pérdida. El color de una pandemia que nos dejó huérfanas de amigos, amantes y desconocidas que nos enseñaron que el placer a veces se paga con dolor. Con mucho dolor.
No dejen de ver esta serie. Les hará más humanos.
María Toca Cañedo©.
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