Todos los príncipes quieren ser ranas, aunque ninguno de ellos lo reconocería ya que esta condición ha sido negada desde el principio de los tiempos y por eso, todos los cuentos se cuentan al revés, y en ellos son las malvadas brujas las que hechizan a los príncipes convirtiéndolos en ranas hasta que les bese alguna princesa y se alcen de nuevo con el control de su reino. Pero, si no me creéis, no tenéis más que fijaros en las huellas que dejan estos soberanos por donde pasan. Sus pies siempre van infundados en largos zapatos puntiagudos que esconden su huella de batracios y cuando hablan, no pueden evitar que les cuelguen hilos de baba hasta sus corbatas. Solamente hay una solución para que puedan convivir tranquilos con su verdadera naturaleza, y es la de construirles una ciénaga en el baño de su cuarto, de esta forma, cuando llegan todos tiesos y deshidratados de sus largos mítines, pueden recuperar la compostura sumergiéndose de lleno en el fango.
Vida después del naufragio
Abrió los ojos, encharcados de lluvia. La luz del sol abrazaba su cuerpo de nenúfar.
Éxodo
―Espera―me decía, mientras peinaba su larga barba blanca―en la otra orilla está el peligro. Quédate aquí. No te pasará nada. Llevamos siglos sin movernos.
Pero yo seguí avanzando. Sentí que nunca más volvería.
―No nos dejes―aún repitió―de aquí no se ha marchado nadie nunca.
―Lo estoy haciendo yo―respondí al fin―es el principio de la huida.
Manuela Vicente Fernández
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