[Diez personajes (o más) que conmovieron al mundo]
En el siglo XIX, un burgués es un varón con capitales y propiedades, dueño de bienes y recursos, capaz también de incrementarlos.
Es un hombre que hereda, aumenta o preserva un patrimonio.
Es hijo de un linaje: alguien que acata el apellido y la tradición; alguien que cuida de su familia; alguien que obra con prudencia y recato; alguien que profesa una moral desapasionada.
Es un individuo, en fin, que reserva su intimidad y que actúa públicamente con decoro.
Es allí, en lo público, a la vista de otros, donde luce con urbanidad y moderado lujo. Es allí, en lo público, a la vista de todos, en donde también luce a su esposa.
La dama es posesión del caballero burgués, una propiedad más, un ser sumiso y sumido, exactamente uno de sus enseres domésticos más preciados.
Por alguna razón inexplicable padece frecuentes desarreglos nerviosos, hasta dolencias diagnosticadas: alguna neurastenia.
Justamente por ello, el buen burgués, el varón celoso, vigila las pasiones destructivas de la dama. Entre ellas, el adulterio.
La dama burguesa y adúltera más memorable de la historia de la literatura es Emma Bovary, personaje de ficción ideado por Gustave Flaubert (1857).
Reparemos.
Charles Bovary es un médico de provincias que contrae nupcias con Emma Rouault, una dama del campo, la hija de un hacendado.
A pesar de esos orígenes (o tal vez por ellos), Emma es una joven soñadora, una joven que se deja llevar por la fantasía de las novelitas románticas, por los excesos pasionales de libros extremados.
En esas obras y en la vida busca el amor perfecto, el varón apasionado al que aspira. Pero Charles carece de apostura, distinción o ingenio.
Emma delira, ya digo, si por tal entendemos una confusión o mezcla tóxica de lo real y lo fantaseado.
Delira adentrándose en una ficción de la que no regresa. De hecho, ni siquiera sabe que aún está en una ficción. Tal vez, la vida ordinaria ayude.
Pero no, el delirio aumenta: el matrimonio anodino de los Bovary, la mezquindad de la existencia doméstica, la lectura emocional, etcétera, acentúan su desazón, henchida de turbios apetitos, de desprecio mundano, pero también de inercia, de pudor, de miedo a la ruina.
Charles la quiere de verdad, pero es varón mediocre, trivial, y es justamente tras esa dolorosa constatación cuando la esposa alimenta “sueños de adulterio”, sueños de adulterio que la llevarán por un camino de “pasión, éxtasis”, por un camino de perdición.
Se dejará cortejar, seducir por donjuanes libidinosos y cobardes, el más importante de los cuales será Rodolphe…
¿Cuál es la consumación?
Como no podía ser de otro modo, el final de Emma es el suicidio.
El adulterio se paga, parecen decirnos los varones que escriben, entre ellos Gustave Flaubert, pero sobre todo se paga muy caro el amor que se expresa con pasión y libertad: un amor sin firma, sin contrato, sin notario.
Tales son la carga y la represión a que están obligadas las mujeres en la Europa del Ochocientos.
Deben seducir y a la vez contenerse, deben ser envidiadas y recatadas. Ésa es la moral ceñida a la que deben someterse y, a un tiempo, la fantasía con la que esperan evadirse.
Ya lo había dicho Mary Wollstonecraft en su ‘Vindicación de los derechos de la mujer’ (1792): la reducción de las mujeres a objetos de amor y a instrumentos de seducción las lleva a un estado calamitoso, pues se perpetúan en una eterna minoría de edad, sólo entregadas al cultivo de la belleza o al ejercicio de otras gracias fascinantes.
Añade Mary Wollstonecraft: no son educadas en el discernimiento, sino en el saber instintivo, dependiente, subordinado al hombre.
En todo caso, el amor se enfría… y al apasionamiento suceden el hastío y la decencia insulsa.
Con ello se pierde lo único que verdaderamente se posee: la honra antes que la ruina. Es entonces cuando esas mujeres dan comienzo a su carrera desordenada.
Es por ello por lo que abandonan el ideal de la reputación entregándose a una furia amorosa.
Por eso, según diagnosticaba o vaticinaba Mary Wollstonecraft a finales del Setecientos, lo que sigue y concluye es un adulterio inevitable y la fatalidad material: de pésimas consecuencias, oprobio y muerte.
Ay… Queremos tanto a Emma.
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Justo Serna, para Cartelera Turia y https://www.lapajareramagazine.com
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