
La manita húmeda seguía en mi mano, desvaída; a ratos se crispaba ante el asalto de una oscuridad mal esperada, pero en general, yacía lánguida, con los deditos flojos, como arriados, mientras los pasos seguían adornando el asfalto con ruidos amortiguados por la humedad que produjo el lejano chaparrón
¿Desde cuándo andábamos? Perdí la cuenta del tiempo, a fuerza de forzar los ojos en búsqueda de algo incierto que ni yo misma sé y de esperar un milagro que pudiera surgir del lento camino que hacemos hacia ningún lado. O sí, hacia un escueto refugio que nos ampare del frío, de la noche y la nada. Busco un rincón arropado de la intemperie donde abrigarnos las dos bajo el manto de luna que nos presta la noche. Un chiscón donde apaciguar la discordia que produce la oscuridad caminando sin rumbo por calles desconocidas donde la indiferencia asalta con oprobio en cada rincón, teniendo la certidumbre de ser frágiles, pequeñas, aunque en la cara, yo simule una fuerza que estoy lejos de poseer.
Ella, camina a mi lados. Confía en mi mentira y se siente protegida. Su inocencia la salva de sentir el desvalimiento que rodea a dos seres que carecen de todo, que vagan por una ciudad de la que apenas saben pronunciar el nombre. Es su inocencia la bendita salvaguardia de su candidez. Debo seguir mintiendo, interpretando esta farsa que llevo tanto tiempo representando, desde que huimos del miedo, del oprobio, de ser parias y recibir dardos en tierras maldecidas.
Llevo tanto tiempo fingiendo que me ha cansado. Sigo haciéndome coraza ante miedos y penumbras para que ella no se me asuste, que hasta yo me creo el personaje, aunque a ratos me abandone la confianza y hasta las ganas. Por eso, avanzamos entre hilos de luceros que prenden las bombillas, mientras algún gato escapa del silencio roto por nuestros pasos quedos, contemplando a los pocos transeúntes que se cruzan con nuestros leves cuerpos.
Invisibles, debemos ser invisibles para los que corren seguros a refugiarse de la tenaz oscuridad que afirma que es tiempo de casa, de hogar seguro, de sopa ardiente y de reponer fuerzas para mañana volver a la batalla. No nos ven, quizá porque sus ojos caminan seguros e impolutos imbuidos de costumbre. Y no perciben que dos seres caminan a su lado; una niña y una mujer que lleva sombras en vez de ojos y marchan pareciendo seguras pero son solo son dos ramas perdidas en el vacío de una existencia hueca.
No quiero despistarme, no quiero dejar vagar esta imaginación que juega malas pasadas. Al contrario, he de centrarme en encontrar lo que busco, porque noto a mi pequeña que empieza a impacientarse. Antes con la mirada, ahora ya con la voz, me pregunta insistente:
–¿Dónde vamos, mamá?
Y yo, tragándome la hiel, le respondo con el tono distendido que puedo y debo fingir:
-Estamos buscando un sitio donde dormir, donde asentarnos un poco. Un sitio donde no haga frío, y pueda abrazarte fuerte, cariño, y no tengas frío. Sigamos andando hasta encontrarlo.
No se conforma. Lo noto en sus deditos que se crispan a ratos. Me mira y me vuelve a decir:
-Y no podremos comer algo…
El grito más obsceno, el pecado más grande, el insulto, el agravio más lúgubre que podemos sentir es escuchar a un hijo que nos pide comida…y no tener que darle. Debo seguir. Y darle una sonrisa, un “ya verás que pronto podemos comer algo y dormir abrazadas y tener una casa y jugar con juguetes. Verás mi sol, cuando podamos refugiarnos, tú cerrarás los ojos, soñarás con los puños cerrados y pronto, muy pronto, vendrá un duende bello y concederá la dicha de que todo se cumpla. Tú sigue, mi amor, que algo encontraremos”
Me mira y me sonríe. Deja laxos sus dedos y para mí vuelve a lucir el sol.
En un rincón oscuro, diviso unas bolsas, las escruto, apenas contienen una fruta madura, unas naranjas secas y un trozo de pan duro. La miro, se lo doy y lo toma como si fuera manjar. Al menos calmará la zozobra y podremos seguir. Al poco de volver al asfalto, contemplamos el hueco que se forma detrás de unos pilares. Quizá sea el chiscón anhelado donde poder dormir. Y la noche se prende mientras entre mis brazos, ella, acalla el ruido de unas tripas espesas. Cierra sus puños, apaga sus ojillos y sueña que hoy es mañana.
María Toca
Deja un comentario