Don Alfredo tenía su yunta de bueyes, hermosos, fuertes, eran un tesoro para cualquier ranchero. Eran el orgullo de Alfredo y también lo eran para su compadre Alfonso. Y es que Alfredo y Alfonso llevaban como dios manda un compadrazgo de varios años ya, en aquellos campos donde vivian a sus anchas.
Y no era solo compartir un trago a la sombra de los nogales, o al bordo del río. No era solo eso. Era una amistad entrañable que se traducía en ayuda mutua y desinteresada en las diarias labores del campo, como era costumbre desde siempre, desde sus abuelos y los padres de sus abuelos. Se prestaban semilla, se prestaban maíz para comer, se prestaban días de trabajo.
Compartían también su devoción a San Antonio, el santo de cabecera de Alfonso. Aquel a quien año con año Alfonso le organizaba sus “danzas”, amenizadas con músicos de rancho aporreando un violín y una o dos guitarras. No está demás decir que concurría la gente de los alrededores en número tal que la alegría se desbordaba y acentuaba más la religiosidad de aquellas almas.
Y él pero que nunca falta llego un tarde, malamente, inexplicable, Alfonso quería jolgorio lucido, y no había marrano ni ternera para llevar al caso. De modo que la idea anidó en su corazón cuando vio uno de los bueyes de su compadre asomándose por encima de la cerca de piedra, ajeno como era, a los altibajos de los humanos. Hasta podría decirse que solito se metió al caso.
Nadie supo nada, aparentemente, el buey restante caminaba desconcertado, no atinaba los pasos y bramaba interrogantes, Alfredo lo busco por montes y barrancas, pregunto por él a todo el mundo, y hasta espiaba a los zopilotes por si tenían banquete y delataban al bovino ausente. Pero nada. Era inútil.
Llegaron las palabras insidiosas, rumores, a los que no se podía dar crédito, “Que buena estuvo la barbacoa”. El animal no estaba tan viejo.
Alfredo se negaba a aceptar lo que era cada vez más claro.
¿Recuerdas el rincón donde guarda a “San Antonio”?
¡Al pie de la escalera del tapanco!
¡Sí! Vaya que si te acuerdas.
Y como no, si Alfredo mismo participaba en la “ceremonia” de cada año para sacarlo a peregrinar por el rancho, y luego después de las danzas lo volvían a guardar en el improvisado nicho.
¡Ah! Para que veas, ahí mismo, subiendo al tapanco esta el cuero del buey que se te perdió. Dobladito cuidadosamente y con atado simple en forma de cruz.
¡Cómo va a ser posible que mi compadrito me haya hecho esto! ¡Tanto que el mismo se servía de la misma yunta de bueyes! ¿Cómo? ¿Cómo?
La misma pregunta dando vueltas y vueltas en su cabeza, mientras iba elaborando un plan. Un plan hecho a puras dudas, con cuidadito, bien estudiado, lo puso en marcha; Llegada la tarde se presento en casa de su compadre, como siempre intercambiaron saludos y parabienes, preguntaron por la comadre, por la familia toda, el buen clima y lo bien que iba el año, a pesar de todo.
-Oye compadre Alfonso, fíjate que tengo un problema sencillito… aquí traigo unas veladoras que si tú me permites, se las prenderé luego a San Antonio, mientras le rezo un poco y le pido consejo.
-¡No faltaba más! Compadre tu sabes que “mi” San Antonio esta a tu disposición, pasa nomas, tú ya sabes dónde está.
Alfredo paso, y ahí se apoyo en la escalera para de rodillas iniciar su rezo con los brazos en cruz y alzados al cielo, y como no queriendo, intercalar su petición; San “Antoñito” bendito, dame una seña para saber que paso con mi novillo.
Paso un largo rato para los ojos y oídos atentos de Alfonso, que en silencio presenciaba la mística escena, seguro como es, que San Antonio no diría nada.
Pero Alfredo tenía su plan, sé incorporo, despidiéndose del santo y diciendo; ni modo, ahí te dejo de todos modos tu veladora.
Se inclino en breve reverencia y empezó a retirarse y a darse la vuelta lentamente.
De pronto, se volvió bruscamente, como si San Antonio lo llamara…
-¿Qué dices?
Se acerco más.
-No te entiendo…
Se inclino un poco, acerco el oído al santo, en actitud de escuchar un secreto.
-¡No! ¿Cómo?
-¡No!
-¿Por la escalera?
-¿Arriba del tapanco?
-¿Doblado?
Fingiendo vacilar, empezó a subir sin dejar de ver el santo, como esperando su aprobación.
Llego al tapanco, y ahí estaba el bulto de piel a medio curtir, lo desato, comprobó el color del pelo, lo desdoblo un poco lo suficiente para encontrar la marca del hierro que garantizara que era el cuero del novillo perdido.
Con el alma en otro mundo y el cuerpo flotando, Alfonso aguardaba y quien sabe como soporto la pregunta:
-¿Por qué lo hiciste compadre?
-Perdóname compadre, lo hice pues.
-¿Pero por qué compadre?
– No sé decirte, no se darte razón compadre, pero te lo pagare.
-¡Claro que lo pagaras!
Alfredo se dio la vuelta y se marchó. Iba desmenuzando su coraje, liberándose de él, después de todo, ya había dado por perdido no solo buey, sino la yunta. Iba además satisfecho del triunfo de su plan.
Alfonso se quedaba atrás sin acabar de entender por qué había traicionado la confianza de su compadre, sin entender tampoco, por qué después de tanto gastar año con año en danzas, aquello acababa así.
Se acerco al rincón donde guardaba a San Antonio, y sintiéndose pequeñito como la flamita temblorosa de la veladora que había dejado su compadre al despedirse, dijo para sus adentros, firme, para que su voz llegara muy dentro, pero dirigiéndose al santo:
-Ya estuvo… ¡Te olvidas de tus danzas!
Martin Garibay Méndez
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