
El sol joven de la tarde invernal da a la estancia una calidez tostada y tierna, tal vez, en consonancia con la voz de la mujer que desgrana el cuento a la niña. Una voz en la que ésta se aúpa para recorrer los mundos que página tras página se le van abriendo, como flores en una primavera eterna, cuyo final fuera siempre el principio.
Son mundos tan reales como el amor o como el deseo que la abuela muestra por transmitirle. Mundos, donde la bondad, la amistad, la solidaridad, la palabra, la emoción, la belleza existen, se materializan. A los protagonistas del cuento, les basta con desearlo, con hacer que éstas crezcan desde su interior. Ese es el mensaje que una generación con el alma curtida quiere dejar impreso en la otra. Esa es la lección siempre por aprender.
Ha sido en ese momento de comunión del que, en la corta distancia, me he sentido partícipe, cuando la imagen de la semilla que cae en tierra fértil se me ha hecho más patente: semilla para la esperanza. Y me pregunto cuántas personas lo hacen cada día, incluso, en situaciones mucho menos amables, de sufrimiento extremo, cuántas personas lo hacen para sacudirse la violencia que cotiza en bolsa. Una semilla para la esperanza.
Desde la madre o la abuela palestina que busca la ternura de un cuento entre los escombros, porque en ellos se encuentra el niño o la niña a la que le robaron lo sueños.
Desde el docente que, con su convicción y su profesionalidad intenta transmitir unos valores y una indignación crítica con todo el mal que hoy nos acorrala.
Desde el sanitario que divide su tiempo entre la atención a sus pacientes y la lucha colectiva en defensa de una sanidad pública.
Desde el activista que entrega parte de su tiempo y su vida en la lucha por una vivienda digna, o por la acogida al inmigrante.
Desde el artista, bendecido con el don de la creación, que, manchado de barro, la pone al servicio de esa lucha, la que siempre nos hará dignos, quiero decir, humanos…
Semillas para la esperanza que, más pronto que tarde, darán luz en este nuevo medievo que nos asola, que quiere convertirnos en tierra baldía.
La abuela ha cerrado las tapas del libro mientras la nieta ha quedado en su regazo con la mirada perdida en ese mundo que la voz del amor y la belleza le ha dibujado. Lo graba en la memoria de su corazón, como si fuese capaz de entender que habrá un mañana en el que alguien querrá arrebatárselo. Entonces, ella, como su abuela ahora, echará mano de su legado y volverá a plantar semillas, semillas para la esperanza.
Juan Jurado.
Gracias Juan, porque, con tus escritos, despiertas sentimientos algo dormidos que el tiempo va dejando en reposo, por la decepción constante que provoca en nosotros un mundo algo perdido. Un besazo. (Nota a pie de página: en algún momento me ha recordado a Luisa leyendo esos cuentos a sus nietos. Creo que, en casi todo lo que escribes, la tienes presente).