El Primer Ciudadano contemplaba con curiosidad la mancha que iba extendiéndose por el mantel construido a partir de retales de la bandera que durante muchos años había ondeado en el antiguo edificio del parlamento. Acababa de abandonar una fase ”aperturista” que a juicio de sus consejeros le había debilitado, y el sendero correcto ahora pasaba por reivindicarse. En estos casos solía reunirse consigo mismo y un licor escogido por un catacaldos afín, con el fin de diseñar una serie de golpes de efecto a aplicar periódicamente a lo largo de los próximos meses. Fuera por no ser el mejor momento de nada, o por el vuelo rasante de un mosquito que le había sacado de sus pensamientos, que su brazo ensimismado había derribado en un arco torpe la copa medio llena. Buscando encauzar la pendiente de la mancha con una servilleta había creado una protuberancia en la misma que poco a poco le iba mostrando con sorprendente exactitud los contornos de su propio país, sus formas alargadas e irregulares, como el filo de un hacha de sílex.
“Fascinante” pensaba entonces, en ese punto transitorio entre la sorpresa y la interpretación. La mancha no se detuvo allí, evidentemente. Rebasó las fronteras de la figura que el Primer Ciudadano presidía y se extendió en una especie de vientre abultado, que cualquiera de sus súbditos habría reconocido como el vecino estado de Sainderia.
El Primer ciudadano creía firmemente en las señales del destino.
Deja un comentario