Le gustaba pensar que había superado el pasado, que se había hecho fuerte y ni siquiera había necesitado llorar.
Entró en la vivienda de alquiler desde la pensión en la que había pasado unos pocos días al llegar a la ciudad; el intenso olor a desinfectante y el aire impersonal que tienen los lugares por los que han pasado muchas personas le encogieron el corazón. Se rehízo pensando que cuando colocara sus propias cosas, sería diferente; comenzaría, en verdad, una nueva vida. Por entonces, ignoraba que la vida pasa una y otra vez sobre nosotros, como agua sobre piedra, horadando, llenándonos de pequeños organismos, modificando nuestra naturaleza originaria. La vida –como el agua– nunca es nueva, aunque lo parezca.
Encendió la televisión, que ya nunca más volvería a apagar, salvo en las horas de descanso. Durante mucho tiempo, sería su única compañía, la conciencia en voz alta de que no estaba tan sola, de que existía un hilo que la conectaba con el mundo.
Trabajó, comió y durmió, sin pensar más que en el día siguiente, en lo que traería el mañana más inmediato, sin mirar hacia atrás, por más que, a veces, la soledad, el silencio de la televisión apagada, le devolviese imágenes del pasado, una vida que había logrado construir con mucho esfuerzo y, en unos minutos, se había derrumbado.
La casa adquirió el aspecto familiar de los lugares que reconocemos porque en ellos está nuestro olor y los objetos queridos y, poco a poco, la rutina se hizo dueña de cualquier emoción.
Un día llegó a la casa, conectó el aparato, como hacía siempre, y ya estaba a punto de dirigirse al dormitorio para cambiarse, cuando reparó en que todo estaba en silencio. Se giró hacia el televisor, comprobó el botón de encendido, el enchufe, le dio unos golpecitos afectuosos, para animarlo a hablar. Nada. Miró unos minutos la pantalla inerme, oscura, vacía, aún con la esperanza de que algo en su interior se recolocase y las voces volviesen a llenar la casa, pero fue en vano. Se sentó a mirar el aparato como si necesitara estar frente a él para comprender su silencio, y el pequeño interruptor de emociones de su interior se giró. Comenzó a llorar. Primero, de una forma indecisa (hacía tantos meses que había luchado por ser fuerte que no sabía si podía o si debía permitirse ese gesto); luego, con rabia, y, por último, serenamente. La nueva vida que buscaba exigía el tributo de las lágrimas para ser verdadera.
Texto: Margarita Martín Ortiz
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