-Juanín, a ti qué te gustaría ser el día de mañana?
-Abuela, yo quisiera ser zapatero de Sabiote.
Imagino ahora que mi abuela debería quedar pensativa, esbozando internamente un suspiro de admirada preocupación:
¡dios mío! qué pocas aspiraciones, qué corto en sueños es este chiquillo.
Porque lo que en aquella época se llevaba eran otras cosas de más rango social: astronauta, médico o futbolista, emulando a los de las estampas que se coleccionaban, o notario, el sueño materno tan alejado del sueño filial.
-Chache, echas una firma y a poner la mano- y a mi madre se le reían todos sus huesos con sólo imaginarlo.
-Y si no, párroco -apostillaba mi padre -que trabajan media hora al día y con vino- con la consiguiente mirada retorcida de la sufrida compañera.
Él, que pasaba muchas más horas en la taberna de El Penko, que en la parroquia.
Mientras la abuela sentenciaba:
-Hija mía, habla con tu hijo, no es normal que tenga como sueño ser zapatero de Sabiote. Ni más, ni menos que un vulgar zapatero, toda su vida echando medias suelas, y además de Sabiote, donde dicen que el que no es tonto es cipote…
La zapatería se encontraba arrinconada al final de la calle, en una estrechez de la misma, algo que dificultaba la luz del día, cuya visita se hacía fugaz a mitad de la mañana.
Una frágil y desvencijada puerta de cuarterones acristalados, daba paso a un incómodo escalón desde el que se divisaba, allá abajo, como en una hondonada, la figura solitaria y ensimismada del zapatero, sentado sobre una pequeña banqueta de madera y protegido por una mesa a juego, repleta de tijeras de tamaño diverso, leznas, trozos de cuero, martillos de asa corta y pequeñas latas de color indefinido, donde grasas y resinas mostraban las huellas digitales del artesano remendón. A ambos lados, dos montañas de zapatos tan viejos y usados, tan deformes y retorcidos como variopintos.
Finalmente, entre sus piernas, la horma, como una escultura de hierro brilloso y suave textura, donde una vez introducido el zapato, se producía la liturgia que mis ojos infantiles seguían sin pestañear, sin perder detalle: ya fuera recortando milimétricamente el sobrante de cuero que daría forma a la nueva suela, o martilleando con pequeños y precisos golpes el tacón para introducir las minúsculas puntas.
Todo un espectáculo, que se completaba con el olor a cuero y a ceras al que ponía música la voz lejana de la pequeña radio camuflada en una vieja estantería entre cajas reutilizadas de zapatos, donde la voz de Marchena o Valderrama se abría paso con dificultad.
Sí, todo un espectáculo que a mí me gustaba disfrutar la mayoría de las tardes mientras degustaba un hoyo de pan y aceite. Tardes de una felicidad sencilla que hoy se me han vuelto a convertir en sueño.
Juan Jurado.
Hermoso relato, lleno de emoción y color. Como siempre, Juan Jurado nos fascina, nos coloca a su antojo en un escenario y nos atrapa con su maravillosa prosa.