– Yo creo que sería mejor que hablaras con mi hija, la verdad. Últimamente me aturdo mucho, me dijo ella.
– Hablaré con ella si es lo que quiere, X, pero insisto en contarle la información a usted principalmente. Si lo necesita, se lo repetiré o bien la escribimos en un papel para que nada se olvide. ¿De acuerdo?
Me mira con ojos de pena algodón y justifica su autoimpuesta torpeza.
– Mira, te voy a contar lo que me pasa. Así lo mismo me entiendes mejor. Cuidé de mi madre durante los últimos doce años en que estuvo enferma. Poco a poco se fue apagando y no me dio ninguna guerra, era muy buena persona y no se quejaba por no molestar. Pero claro, estaba en cama y eso hacía que yo no tuviera mucha vida con mi marido ni para mis hijos.
Cuando ella falleció, cayó mi marido enfermo, María, y también está en cama; hay que hacérselo todo y apenas me reconoce. Me mira, sonríe y da besos al aire. Me gusta cuando hace eso porque siento que todavía está conmigo.
Y lo más duro para mí de todo esto. Hace dos años murió mi hija en cuatro meses, de una cosa muy mala.
Yo todo lo anterior lo tenía y lo tengo asumido, pero lo de mi hija no puedo, de verdad que no puedo. No es justo.
Tan joven y con tanto por hacer.
Siento un golpetazo en el pecho, imagino una piedra escapada de alguna batalla infantil chocando en mi cuerpo y respiro.
– Lo siento muchísimo X. Qué duro ha tenido que ser y es, digo mientras pienso en los traumas sucesivos, en los duelos encadenados, en cuando no hay resuello.
– Mucho, me dice sin llorar. Mucho.
No comprendo nada.
Y saliendo por la puerta del despacho la figura canosa, vestida de estampado floreado y piel transparente me confiesa:
– ¿A ti no te parece que todo lo ocurrido es mucho para este cuerpecito tan chico?
Abre los brazos, hago lo mismo, la acojo y noto perfectamente que es ella la que me consuela a mí.
María Sabroso.
Obra de David Kasan.
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