Tal vez un día de estos
– soleado o tiritando de desnudeces,
un tiempo de entretiempo,
como corresponde al gris de un hombre que ni fú ni fa-
mi hijo escriba:
ha muerto mi padre.
Y por un día
tan solo por un día,
o tal vez dos si alguno
acostumbrado a quedar bien con las ceremonias,
los escritores que escriben un libro,
los cumpleaños de los vecinos de Facebook
y otras cosas que son rutina
o serrín de carpintero
o repartidor de me gustas sin saber exactamente qué,
alguno, digo, educado para la vida social
de los ingenieros antes de ser poetas,
se retrase y no se entera del momento,
mi casa será un campanario
mi viuda la más famosa del barrio
mi compadre digno de compasiones
mi caballo más veloz que un podenco,
mi florista la mejor con las dalias,
mi patio muy guapo tal como está
perdidos árboles, crisantemos y pájaros,
mi suburbio más cerca que un novio,
mi pueblo digno de una ciudad,
mi recuerdo el de Holden en Picnic.
Y hasta puede que digan
le gustaban mucho los perros
eso da la medida de sí mismo como hombre.
Y al día siguiente
o pongamos dos por los retrasados,
de nuevo se hará el silencio
y yo estaré lejos como Bogart en Casablanca
o el indiano de Maitechu mía
o el sambo Manuel en su amargura.
Os digo que lo entiendo
lo mismo que Ángel por sus cumpleaños
o Luis cuando le recordaba
« mañana no será lo que Dios quiera«.
Si yo que me quiero tanto
me olvido de mí a diario
y no sé si la puerta es para entrar o salir,
si creo que más de 70 son 17 años
y una blusita donde empiezan las historias,
si creo equivocadamente que el amor
es gratis y nunca se agota como el agua,
si me llamo y no me contesto
¿ cómo no asimilar
que la tarde languidece y no hay eternidades?
( Deprisa y corriendo. La loquera me llama sin los deberes hechos y mi nieto está en casa con conjuntivistis. A ver si le sirve esta parábola)
Valentín Martín
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