Supongo que, de alguna u otra manera, soy un señoro muy a mi pesar. Lo digo porque, al contrario de aquellos varones a los que no les duelen prendas reconocerse como unos machistas de libro siéndolo, no digamos ya los que, al contrario, no les duelen prendas hacer ostentación de ello, ya sea por pura burricie o por una verdadera convicción de acuerdo con su ideología reaccionaria, integrista o lo que sea, yo he sentido simpatía por el feminismo toda mi vida. No podía ser de otra manera partiendo de la idea de que el feminismo siempre ha estado ahí para subvertir los cimientos de la sociedad tradicional en la que todos los de mi quinta hemos crecido, y eso independientemente del grado de concienciación política de la casa de cada cual. Cómo crecer rebelde e insumiso a las convenciones de nuestra época y en especial contra todo lo que representa el modelo de familia tradicional con el pater familias como máximo exponente de una tiranía de andar por casa, y nunca mejor dicho, cómo alardear de compromiso contra las injusticias de nuestra época y entorno, cómo reconocernos ya solo como personas con la más mínima sensibilidad para con nuestro prójimo, sin reconocer eso a lo que más tarde aprendimos que era la dictadura del heteropatriarcado como la más flagrante de todas: la sumisión de las féminas por inercia de la costumbre, y según el lugar y el momento histórico incluso por ley, a los mandatos y caprichos del varón de acuerdo a una concepción de la sociedad, la vida incluso, en la que cada género tenía unos determinados roles preestablecidos, siendo los que correspondían al masculino todos los relacionados con el poder o el control de todo, desde la familia a la economía o la política, y el femenino de mera subordinación al primero, también en todos los aspectos de la vida.
Una dictadura de facto que había llegado hasta nuestros tiempos prácticamente intacta y sobre todo indiscutida, si bien que con notables excepciones a lo largo de la Historia, en su mayoría pertenecientes a determinados círculos intelectuales o ideológicos siempre minoritarios o ya solo selectos, las cuales, por desgracia, y solo hasta muy tarde, en realidad casi que hasta nuestros días, apenas habían arraigado en lo que han sido los diferentes movimientos políticos y sociales revolucionarios, siquiera ya solo esos llamados tradicionalmente de izquierdas –porque el feminismo, como movimiento que cuestiona lo establecido, nace de la izquierda por mucho que luego se sumen a él pensadoras de la derecha liberal- que apostaban por una sociedad más justa e igualitaria. Lo digo porque, si echamos la vista atrás, tenemos que reconocer que los grandes movimientos históricos de la izquierda como han sido el socialismo o el comunismo –y aquí hay que reconocerle al anarquismo histórico haber sido quien más se ha preocupado por el papel de la mujer en la sociedad ideal que pretendían construir, si bien casi siempre fueron ellas, anarquistas como como las estadounidenses https://www.lapajareramagazine.com/enma-goldman Lucy Parsons, la francesa Voltairine de Cleyre, la española https://www.lapajareramagazine.com/federica-montseny y tantas otras, las que teorizaron sobre el tema ante la indiferencia de la mayoría de sus camaradas varones- no solo empezaron a preocuparse por el feminismo hasta muy avanzado ya el siglo XX, sino que apenas se distinguieron de sus adversarios de las derechas más tradicionalistas en su concepción de la mujer como un ser supeditado a la autoridad de los hombres; los valores que los viejos comunistas con carné y miembros de las clases populares aplicaban en sus relaciones con sus mujeres, hermanas e hijas eran prácticamente los mismos que los de las familias burguesas y católicas de toda la vida.
Así pues, cuando todavía era un chaval ni siquiera hacía falta simpatizar con el feminismo para poder blasonar de ser de izquierdas. Tal es así que las actitudes machistas estaban tan a la orden del día, normalizadas, pura inercia heredada de sus mayores, que solía ser muy raro ver a una mujer al frente, ya fuera de los partidos políticos tradicionales de la izquierda, e incluso de aquellos grupúsculos más radicales y minoritarios en los que ellas estaban poco más que para hacer bulto, participar lo justo y, si eso, confraternizar con los camaradas en lo que hiciera falta. El macho lo copaba todo, y por eso, si alguna mujer sobresalía en lo que fuera, y siempre más allá de lo que suponía que era algún espacio de la sociedad que les pertenecía a ellas en exclusiva, siempre solía ser la excepción que confirmaba la regla.
Dicho lo cual, no tengo empacho en reconocer, aun a riesgo de quedar como un farsante de acuerdo con la tendencia generalizada a sospechar de este tipo de afirmaciones en boca de un varón, que siempre he creído en la igualdad entre hombre y mujeres, que siempre he tratado a estas últimas como iguales, que no concibo autoridad alguna sobre ellas solo por el hecho de ser varón, que no acepto que se las discrimine en ningún ámbito de la sociedad y bajo ningún concepto como suelen hacer algunos ya solo con la excusa del apego a los usos y costumbres del lugar, al estilo del ya obsoleto veto a las sociedades gastronómicas, los infames alardes tradicionales de Hondarribia o Irún o cualquier otra fiesta o rito absurdo en los que algunos prefieren poner por delante el apego al anacronismo antes que el principio de igualdad entre hombres y mujeres establecido incluso en nuestro ordenamiento jurídico. De ese modo, y como no concibo que mi género me otorgue unos derechos o privilegios que niega al otro, porque repudio ese modelo de masculinidad tradicional encarnado por el macho alfa para el que la mujer siempre no es tanto una compañera como un ser con el que satisfacer unas necesidades no solo fisiológicas, sino también familiares, sociales e incluso económicas, alguien que tener al lado para sentirse completo, incluso para sentirse importante o triunfador, he procurado siempre cualquier tentación de caer en los roles propios de ese tipo de machos por los que siento verdadero repelús, eso y comprometerme en una relación con mi pareja de igual a igual en la que ambos compartimos y decidimos todo, ya sea lo relacionado con las labores domésticas, la educación de los hijos, las relaciones con el resto de la parentela, los amigos, el trabajo o cualquier otra casa que nos concierna como pareja, y, por supuesto, una determinada concepción de la vida en la que todo lo relacionado con la familia tradicional, heteropatriarcal a machamartillo, en la que yo, como la inmensa mayoría de los varones de mi generación, me crié está de sobra.
Empero, soy consciente de que por mucho empeño que le ponga en evitar ser el prototipo de macho dominante y tradicional al estilo del pater familias que fue mi padre, al fin y al cabo un hombre de su tiempo y entorno, siempre quedará cierta reminiscencia de los susodichos roles de género que me impiden cumplir a rajatabla con mi propósito. ¿Por qué? Pues ni más ni menos porque ninguno somos perfectos y siempre, más tarde o más temprano, no nos quedará otra que reconocer nuestras limitaciones y sobre todo pedir ayuda para poder identificarlas. Sin embargo, esa toma de conciencia de nuestras propias limitaciones, ya sea en lo que se refiere a la vida doméstica como a ciertos hábitos o tics masculinos a los que nos negamos a renunciar -la mayoría de las veces no tanto porque los consideramos consustanciales a nuestra masculinidad, sino también porque disfrutamos de ellos en su aparente inanidad, me refiero a eso que llamamos “cosas de chicos” como la camaradería siempre ruda y pendenciera entre varones en la que nunca faltan los comentarios más o menos libidinosos, o ya directamente obscenos, y a ser posible cuanto de peor gusto mucho mejor, más divertido y más grande el desahogo como con todo aquello que suena a transgresión, acaso la inclinación por todo aquello que requiere sus correspondientes dosis ingentes de testosterona por un tubo y que hace de nosotros seres esencialmente competitivos que convierten siempre el trabajo, el deporte, la política e incluso la artes en campos de batallas- parece convertirnos de inmediato en unos señoros que actúan ya solo por instinto de forma machista y con indiferencia o desdén ante la igualdad de género.
No somos los compañeros perfectos que requiere la revolución feminista eternamente pendiente, la que no se conforma con la igualdad entre géneros en cualquiera que sea el ámbito de la vida, sino que además cree que esta no es posible si los varones no renegamos de todo aquello que es propio de nuestra masculinidad por muy anodino, inofensivo o ridículo que sea. Seguimos siendo demasiado brutos, torpes, gregarios y testosterónicos como para ser los compañeros idóneos de cualquier fémina verdaderamente empoderada que se precie, o lo que es lo mismo, alguien libre de la telaraña de convecciones, culpas y complejos tejida por el heteropatriarcado durante siglos para convencernos de que solo hay un camino recto en la vida y ese es el de acatar lo convenido por todas las generaciones que nos preceden y para de contar. Porque es verdad, sí, que la masculinidad que nos caracteriza a la mayoría de los varones todavía resulta demasiado desagradable y sobre todo incompatible con cualquier mujer que no esté dispuesta a aguantar a un mastuerzo a su lado por el solo hecho de que la expresión de su sexualidad no sea tan sutil o refinada como la de ella, algo así como si el varón de turno todavía él no hubiera evolucionado en ese y en otros aspectos de la vida desde la época de las cavernas y encima exigiera respeto por ello, acaso también porque ese varón en cuestión está tan limitado que es incapaz de compartir sus gustos estéticos, éticos, artísticos e incluso gastronómicos con su pareja.
Una parte de eso que denominamos masculinidad tóxica no consiste en que el varón prefiera aprovechar una parte de su tiempo libre para tomar unas cervezas con sus colegas, o tirarse en el sofá de casa viendo un partido de fútbol, consiste en la incapacidad de muchos para establecer una relación de igual a igual con las mujeres independientemente del vínculo para con estas. Ha llegado, por lo tanto, el momento de “desconstruir” todo lo que sobra de nuestra masculinidad, esa que algunos definen como tóxica por principio. Y bien está que se luche contra ella siempre y cuando nos estemos refiriendo a esa incapacidad innata de muchos varones para tratar como iguales a las féminas, y ya muy en especial por su gravedad, a la perpetuación de determinadas actitudes sexistas que promueven la violencia, física o psicológica, incluyendo la agresión sexual y la violencia de género, algo con lo que cualquier persona, no ya solo conocedora de los rudimentos del feminismo, sino incluso con los dos famosos dedos de frente, debería estar de acuerdo.
Sin embargo, otra cosa muy distinta es pretender reeducar al varón para que renuncie, no tanto a la toxicidad antes referida, todavía tan presente en nuestra sociedad y sobre todo tan letal, como a todo aquello que le es consustancial por serlo. Porque es ahí donde el señoro que hay en mí empieza a percibir, no tanto el feminismo que pude asimilar leyendo a Simone de Beauvoir, Emilia Pardo Bazán, Virginia Woof, Margaret Atwood, Sylvia Plath, Doris Lessing, Nadal El-Saadawi, María Zambrano, así como el que sigo asimilando con las ya más recientes Fatima Mernissi, Virginie Despentes, Najat El Hachm, Cristina Fallarás, Annie Ernaux con la que estoy estos días, y, en realidad, una larga lista de escritoras contemporáneas en las que el discurso feminista está siempre presente como es de esperar en autoras para las que su época y sus circunstancias, propias o ajenas, son su fuente de inspiración. Una lista en la que, por supuesto, falta un número sin fin de nombres porque solo he citado a las que he leído, con lo que sé que queda más en evidencia cuántas son mis lagunas, entre otras y para mi vergüenza, Rebecca Walker, Clara Campoamor o María de la O. Lejarraga.
Creo que es bueno reconocerlo porque ilustra cómo ciertas autoras feministas tan destacadas han pasado desapercibidas para alguien incluso con un mínimo de curiosidad o sensibilidad por el tema. En cualquier caso, un feminismo que me ha ayudado y ayuda a reconocer el señoro que hay en mí como consecuencia de la educación recibida por mi edad y entorno, un feminismo que en muchos casos también pone nombre y explica ese machismo que yo ya percibía a mi alrededor pero sobre el que no había reflexionado lo suficiente, un feminismo en el que reconozco la lucha justa y noble de las mujeres contra la opresión no solo más evidente sino también esa otra más subrepticia, la que va desde la cosificación de la mujer en los medios al mansplaining de los tíos que todavía hemos sido incapaces de librarnos de todos los roles o tics machistas heredados, y acaso por ello también más difícil de erradicar. Un feminismo que, a pesar de ser consciente de los diferentes movimientos o tendencias que hay dentro de este según la época, condición social e incluso origen de las pensadoras que los encabezan, las famosas olas, a destacar también las dos grandes ramas enfrentadas, la de inspiración liberal y la izquierdista, no consigo reconocer como una forma más de lucha en pro de la igualdad total de derechos y oportunidades entre los dos sexos un determinado y supuesto feminismo contemporáneo autotitulado de radical. Y no precisamente por radical, porque radicales han sido todos los feminismos desde el momento que han cuestionado las bases sobre las que se sustenta todavía hoy en día el heteropatriarcado, sino porque han creído que la raíz del problema no es tanto el sistema que ha propiciado históricamente la desigualdad, la tiranía heteropatriarcal para decirlo más claro, como el sujeto que se beneficia de este. Hablo del feminismo que renuncia a la igualdad entre géneros desde el momento que identifica a todos los varones como el enemigo en potencia, un movimiento que incluso predica la revancha contra el varón por todos los siglos de opresión heteropatriarcal que ha padecido el género femenino, que renuncia a entente alguno con nuestro género porque, simple y llanamente, ha llegado a la conclusión de que nuestra propia condición de varones hace imposible una sociedad en igualdad de condiciones: siempre seremos sus enemigos.
Podríamos decir que es un feminismo llevado al extremo; pero, ni siquiera eso, se trata más bien de misandria pura y dura, siquiera una apuesta por sustituir en androcentrismo que ha caracterizado la mayoría de las sociedades habidas y por haber hasta el momento por su antónimo, el ginocentrismo. Un falso feminismo, por lo tanto, de revancha que desconfía por principio de la complicidad de los hombres con su lucha, que nos mira con lupa a todos los que nos declaramos feministas como ellas, que “desconstruirnos” como varones, esto es, renunciando a todo a aquello que puede ser exclusivo de nuestro género, para abrazar valores, roles o tics en teoría esencialmente femeninos. Un falso feminismo que identifica todo lo fálico como una amenaza en sí mismo en lugar de la ideología que lo convirtió en el centro de todo.
Resumiendo, un falso feminismo que parece haber renunciado a la verdadera igualdad y que por ello aboga por el “separatismo” entre los dos géneros. Lo explica muy bien, sin tapujos, activistas como María Stella Toro, historiadora feminista, integrante de Resueltas Feministas Populares, docente en la UDP, Silva Henríquez y Fundación Epes. Para María Stella, en la historia del movimiento feminista el separatismo ha sido más una estrategia que un fin. O sea: no es que el feminismo plantee una sociedad sin hombres, sino que, por distintos motivos, necesita crear ciertos espacios en donde participen solo mujeres. Una de las primeras autoras feministas en acuñar el concepto fue la filósofa estadounidense Marilyn Frye, quien advirtió del separatismo masculino existente en la sociedad en instancias tan normalizadas como clubes nocturnos, sindicatos, equipos deportivos o militares. De ese modo, la alternativa femenina de esta autora no es otra que la creación de espacios separatistas para poder expresar las opiniones de forma libre y respetuosa, a eso se ha sumado la necesidad de crear «espacios seguros«, libres de violencia.
En este nuevo contexto, los espacios separatistas, como el creado recientemente por la popular periodista y activista feminista Irantzu Varela, acaso una de las figuras mediáticas más representativas de este tipo de feminismo esencialmente misándrico entre nosotros, en Bilbao, La Sinsorga, o el fallido del colectivo feminista Talka (golpe, ataque) ocupando un palacio del casco viejo vitoriano, aparecen como una opción para disminuir las probabilidades de sufrir algún tipo de violencia, ya que la inmensa mayoría de quienes la ejercen son hombres, por lo que buscan espacios libres de su presencia para, según Varela y compañía, sentirse cómodas. De ese modo, el separatismo que propugna este tipo de feminismo, no solo es un nuevo apartheid sobre todo ideológico en el que la posibilidad de que los varones nos sumemos a la lucha feminista queda descartada por principio dado que simple y llanamente no podemos escapar de nuestra condición de agresores en potencia, sino que además renuncia al que era el objetivo principal del feminismo desde sus comienzos: la igualdad entre géneros.
Esa es la razón por la que hablo de un falso feminismo, todo lo minoritario que se quiera, pero no por ello menos peligroso dada la cobertura mediática que todo extremismo acaba consiguiendo en detrimento de lo moderado, siquiera ya solo lo cabal, lo que apuesta por el consenso antes que por el enfrentamiento, lo que une en vez de lo que separa, por una simple cuestión de rentabilidad para los medios en cuestión. Al final pasa como en casi todos los aspectos de la vida, que al que más se oye es al que más grita, el que es más bocazas y por ello atrae la atención del restable, el cual tiende a quedarse siempre con la copla más chusca o provocadora, casi nunca con el mensaje más concienzudo y sensatamente elaborado. Así pues, y cual la apócrifa frase del Quijote, “Ladran, luego cabalgamos” parece ser el lema por el que se conduce este falso feminismo cuyo objetivo no parece ser otro que torpedear precisamente a ese otro comprometido con los valores originales del movimiento. Un feminismo separatista cuyas propuestas resultan tan llamativas como desapacibles para la mayoría de la gente, hombres o mujeres, la cual no suele estar por principio lo suficientemente concienciada con estos temas -no olvidemos que los indiferentes son la verdadera legión de todas las sociedades a lo largo de la Historia-, por lo que, a falta de un conocimiento siquiera ya solo superficial sobre el tema para poder separar la paja del grano, acaba reaccionando con un rechazo instintivo ante lo que interpretan como propuestas del feminismo como un todo. Pero todavía más, porque cuando alguien osa rebatir las propuestas de este separatismo feminista la respuesta suele ser casi siempre a la altura del radicalismo que lo anima: esencialmente sectaria. Porque apenas hay opción para el debate con determinado feminismo que te descalifica de antemano por tu condición de varón, acogiéndote a esta para explicar por qué todo lo que digas o puedas decir está condicionado, según las feministas de la cuerda de Varela y compañía, por tu cosmovisión masculina de la vida.
Es entonces cuando descubres esta nueva expresión del puritanismo de toda la vida con sus nuevos inquisidores juzgando todo lo que digas o puedas decir de acuerdo con un único prisma, el suyo. Un nuevo puritanismo que incluso parece querer reescribir la Historia condenando a la hoguera todo nuestro acerbo cultural o artístico en función de ese prisma del feminismo de revancha. Un puritanismo pseudofeminista que solo acepta la sumisión a sus postulados sin opción a debatir nada porque por algo lo tiene todo tan claro y sobre todo tan identificado al enemigo, así que para qué molestarse en debatir nada con él, si les rebates solo se puede deber a que eres un señoro que se aferra a sus privilegios como a un clavo ardiendo, alguien que pone pegas porque no ha acabado de asumir el discurso. Y claro, esa impotencia ante la cerrazón ajena, esa impotencia ante la estigmatización al menor disenso, esa negativa a debatir nada a costa de ser no ya solo catalogado de señoro desde el minuto uno, sino sobre todo ridiculizado al más genuino estilo de los actos de fe públicos contra el hereje de turno, también provoca su propia reacción en muchos varones a los que, de haber sido muy otro el discurso de este segregacionismo de nuevo cuño, es más que probable que se hubieran puesto al lado del feminismo sin dudarlo. De ese modo, no es de extrañar que surja una especie de nuevo Discurso verdadero de Celso contra los cristianos (primitivos), aquel en el pensador romano se opuso a estos destripando una por una todas las contradicciones de sus principios morales y éticos, en la forma de una reivindicación más o menos desprejuiciada y hasta melancólica del heteropatriarcado por parte de alguno varones que nunca habrían renegado del feminismo de no haberse visto atacados no por cómo son sino por lo que son. Eso o una nueva y casi que instintiva rebeldía en forma de mofa, befa y escarnio de lo que algunos empiezan a percibir poco más que un nuevo dogmatismo envuelto en las buenas intenciones de siempre, vamos, como con el cristianismo primitivo. Y todo ello, insisto, porque siempre son los extremos de cualquier causa justa, aquellos que creen que profesan la versión más radical y que por lo tanto más vocean y más se hacen notar, los que más daño causan a esta.
Así pues, cómo ocultar que el señoro que subscribe estas líneas, porque sabe que el solo hecho de plantear una crítica a lo que considera una forma degenerada y sobre todo nociva del feminismo, un cáncer en toda regla para este porque en realidad desautoriza la lucha feminista en su totalidad, lo hace merecedor de semejante descalificativo (el cual, por cierto, tanto recuerda a esos otros con los que el pasado los extremistas de turno descalificaban a sus enemigos no ya solo de su causa, sino incluso, cuando no sobre todo, a los que en teoría les son más afines; verbigracia, el de hereje o impío en boca de los cristianos antes citados) a los ojos de muchos de sus más fervientes devotos, y acaso también de los que condescienden con ellos por ignorancia o simple comodidad, siente la necesidad de expresar su confusión ante cierta deriva de una rama muy concreta y sobre todo muy mediática del feminismo, y aquí no puedo evitar sacar a colación las recientes declaraciones de mi admirada Cate Blanchett cuando asegura con no poca ironía que «Sufrimos una sociedad patriarcal, pero confío en que nunca vivamos su contrario: un matriarcado de mierda”, a la par que reivindica su derecho a rezongar todo lo que quiera y pueda desde la primera hasta la última línea de este artículo o lo que sea, sin ser por ello candidato a un sambenito de esos con los que el contrario declara ya la imposibilidad de debate alguno dado que es más que evidente que lo suyo no va de convencer sino de imponer..
Txema Arinas
Oviedo, 23/01/2023
Oso ona Txema. Gure gurasoen aldiko matxismoari dagokionez, nire aita «intouchable» zen, akaberakoa. Nire ama sufritzailea. Baina emaztearen aita, adibidez, eredua genuen generoen arteko harremanetan. Ba hori, segi honen gisako hausnarketa mamitsuekin. Eskerrik asko.
Totalmente de acuerdo contigo Txema, la verdad es que cada vez quedan menos hombres como el gran Chuck Norris. Pero resistiremos. Gracias.
Como los últimos de Filipinas o como raza en extinción…bastante malparada por cierto. Chuck Norris debía de tener las mismas taras y menudencias gónadicas que los que le admiran…Salud, querido Janos, nos hace subir como la espuma. Al feminismo y la Pajarera.