Siempre he defendido el cuento como estrategia didáctica. Me parece que tiene la extensión adecuada para el alumnado que asiste a nuestras clases en el instituto, pero encierra una hondura trascendente, una revelación indeleble. Es como si uno se acercara a los labios un donut glaseado de los de antes, se lo zampara disfrutando hiperbólicamente cada bocado, y seis años después aún se acordara del sabor exacto que aquel dulce, siempre demasiado pequeño, le dejó en el paladar.
Con toda mi pasión y toda mi fe en este género que tantas alegrías me ha dado preparé la programación de mis oposiciones de 2010, articulada en torno al cuento. Lo proponía como eje fundamental de un curso de primero de ESO, desde la lección inicial a la final. Incluí textos fantásticos y realistas, de cualquier época y nacionalidad, escritos por hombres y mujeres, breves y más extensos, populares y ya insertos en esa línea literaria que encontramos desde Poe. Diseñé las actividades e ideé un orden progresivo de lectura, aumentando poco a poco la dificultad.
Hice mi defensa y tuve la suerte de que además me tocara una unidad de las que más me gustaban.
El presidente enarcó la ceja. «Vaya, es usted una cliéntula fiel de librerías«, me soltó, porque además llevé ejemplares de cada libro que citaba. Luego anotó algo, con una maquiavélica parsimonia y me sonrió como el mismísimo lobo de Caperucita.
El tribunal me puso un siete escaso, que no me permitió conseguir plaza.
Del disgusto me fui a Nueva York ese verano y allí creo que la luz epifánica de un atardecer en Central Park me curó la pena y la sensación de fracaso que me dejó esa evaluación tan negativa de un trabajo en el que yo creía tanto. No importa, me dije, volveré a intentarlo, fracasaré mejor.
No cejé en el intento. En 2014, como en un maravilloso día de la marmota, volví a presentar mi programación cuentera y una unidad, lo recuerdo bien, donde trabajaba un relato tristísimo de Chéjov y otro de Ana María Matute. Llevé actividades que habían realizado alumnos y alumnas de carne y hueso en mis clases. Desde el relato de experiencias personales a ejercicios de morfología o escritura creativa, basada en lo que les había sugerido aquel niño tonto amigo del demonio o el pequeño explotado como criado en una casa que escribe a su abuelo una carta en la que pide ayuda y que nunca le llegará porque no sabe que debe indicar la dirección en el sobre.
Obtuve mi plaza gracias al cuento, y de paso me quité una espinita, aquella ceja incrédula de un profesor al que no convencí de que podíamos acercar mi género favorito a las aulas y sacar provecho de su uso.
Sigo siendo cabezona, terca como una mula. Este año he confeccionado una antología de trece relatos de autores y autoras de los siglos XIX y XX como lectura para primero de bachillerato. Y tanto tiempo después de ese amargo 2010 en que solo la Gran Manzana consiguió aliviar mi sensación de derrota, los trabajos que me han entregado esta chavalería maravillosa me han hecho comprender que hay buenas ideas que merecen que perseveremos, que creamos en ellas. Como este Tarot Literario en el que Daniel ha recogido los relatos de Millás, Matute, Martín Gaite, Pardo Bazán, Rivas, Atxaga... en cartas con un dibujo que los representa y una profecía en la parte posterior.
Y nada más, o sí.
Que viva el cuento.
Patricia Esteban Erlés
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