«Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer…”
Así empieza ‘La familia de Pascual Duarte’. Es una novela que he releído en numerosas ocasiones. La primera, con apenas quince años, me conmocionó; las restantes me han irritado.
Si vuelvo a ella es porque me magnetiza. A su antihéroe, a ese rudo personaje, le quiero encontrar los desarreglos o patologías que lo convierten en fiera, en malvado rural.
Camilo José Cela firmó una de las novelas indiscutibles de la historia literaria española. Apareció en 1942 y supuso una conmoción, una conmoción controlada, pues tenía los avales de Falange en la España del General.
El autor fue siempre un hombre resuelto a triunfar, a ser figura de las letras, erudito sicalíptico y matón de mucha solemnidad.
Tras la aparición del ‘Pascual’, Cela tuvo una trayectoria errática, con obras verdaderamente notables y con ficciones de encargo y venales, de mucho manierismo y valor decreciente o desigual.
El escritor fue un buscador de galardones y un hombre hinchado y henchido. Pero es, qué duda cabe, el autor de ‘La colmena’ o del ‘Viaje a la Alcarria’.
Pascual Duarte es personaje diabólico, una criatura que desconoce su profunda perversidad. En sus arranques maltrata a los suyos con saña.
Es un ser primitivo aunque milagrosamente sepa de letras, de primeras letras. Es un tipo salvaje, aunque no por ello le falte retórica.
Es un individuo que lo ignora todo de su inquina, del rencor, de aquello que lo consume: la honra antigua, la violencia innata, la hostilidad, el fatalismo, la pena negra.
Podría muy bien haber hecho fortuna. Pero a él todo eso le parece escaso para sus merecimientos. O aturdimientos.
Es un ser engreído, locamente ufano, sin valores que lo justifiquen.
Por ello, el personaje, al que repudiamos por sus nulas cualidades, salvo en el manejo de la navaja o de la caza, resulta destacable.
Tras su aparición en escena, no tuvo descendientes literarios. La truculencia de sus lances y su expresión arcaica, redicha y fulera no pueden parangonarse. Si acaso con los pícaros o con las fieras naturalistas.
Es una obra de brutos, del tremendismo, en una España bárbara y sanguinaria. Es una ficción existencial en medio de un país atrasado y carpetovetónico.
Duarte era y será violento, agresivo con furia y matador: epítome de la España a bastonazos.
Su autor adoptó el expediente de la novela en primera persona, el de unas memorias inéditas, transcritas y ahora editadas.
Quienes la hemos leído varias veces reconocemos que nos imanta ese salvajismo sin censura, sin civilización.
Parece una historia ancestral, de mucho primitivismo, con personajes iracundos, duros de mollera y a la vez expansivos, carentes de sentido e ignorantes del mal que provocan.
Si a Pascual Duarte lo comparo con la criatura de Frankenstein, este último saldría mejor parado. Al menos tenía valores morales que en Duarte han desaparecido. Su violencia es anómala y ‘anómica’, que diría Émile Durkheim.
No quiero diagnosticarlo. No tengo competencia médica para hacer tal cosa.
Aquello que me sorprende es su perversidad, ese rasgo moderno y a la vez antiguo, de un ser que puede hacerse querer para después obrar como un poseído, como un energúmeno bestial.
Es, insisto, un tipo colérico sin compasión. ¿Un psicópata? No me atrevería a tipificarlo así. Tampoco a evaluar su maldad.
Sólo quiero rendir homenaje a un personaje sobresaliente del espanto español, una figura que su creador no logró mejorar y que ingresó en la galería de los deformes.
Murió por sus crímenes con el cuello quebrado, torcido por el garrote: la modernidad española del matarife.
En 1976, Ricardo Franco (de los Franco del Tío Jess, de los Marías, en fin) realizó una adaptación sobria y sombría que ponía los pelos de punta.
La interpretaba José Luis Gómez. Gracias a esa versión, que era el colofón del último franquismo, volví a leer la obra una y otra vez, como si yo ya estuviera aquejado de alguna dolencia.
Las imágenes que Ricardo Franco nos ofreció acabaron por trastornarme.
Aquel garrote vil aplicado a Duarte era literalmente el fin del franquismo, una paradoja histórica o simple justicia poética para esa novela tan temprana y para esa tiranía terminal.
Justo Serna
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