A Luis el Cabrón le han cambiado al compañero de celda. Desde hoy comparte chabolo con Dimitri el Caníbal, un ucraniano de dos metros, cabeza rapada, manos de orangután y pectorales inasumibles. Dimitri tiene testuz de toro y ojos pequeños y ladinos. Susurra en un perfecto español con forzado acento kievita y al hacerlo tuerce la cabeza y acerca el rostro a su interlocutor como un cernícalo a una rata. El aliento le hiede a muelas podridas o a chivato mal digerido, quién sabe.
-Puedes dorrmirr trranquilo mientrras seamos sosios, Luis, perrro recuerrda que todos tenemos un prresio y el mío es la lealtad –ha espetado al llegar al chabolo, ante un funcionario bajito de hombros encogidos y piernas temblorosas.
Luis el Cabrón estaba al tanto de la llegada del ucraniano, se lo había soplado en el patio Tony la Ninfómana.
-Nadie quiere que sufras un infarto ni que te caigas en la ducha por irte de la húmeda, cariño –le dijo limándose el carmín de las uñas postizas-, así que te mandan un ropero por si acaso. Dicen que de ruski nada, se llama Otilio y es un pestañí de Cuenca. Y embiste como un Miura. ¿No te hace ilusión, amor mío? ¡Como un Miura!
Luis el Cabrón soltó cincuenta euros y Tony la Ninfómana se largó por el patio contoneando las caderas entre voces y rechiflas. Sí, a Luis el Cabrón no le extrañaba que el CNI hubiera mandado al Caníbal a protegerlo. Tampoco que la famiglia le pagara por provocarle un infarto, la Ninfómana podía mentir como un bellaco y era capaz de inventarse la segunda parte del Kamasutra por 50 euros. Allí dentro nadie era de fiar.
Pero Luis el Cabrón estaba preparado para todo. Tenía información: Grabaciones, firmas, documentos, fotografías, vídeos, testimonios… Pruebas para entrullar a medio clan y hundir al otro medio, pruebas enterradas como minas en despachos notariales, en bufetes de abogados, en sedes periodísticas. Con fechas de caducidad y espoletas de tiempo. Si lo infartaban antes de llegar al juez, el mecanismo se activaría solo. Una explosión llevaría a otra y a otra. Los juzgados no darían abasto.
Sentado en el borde de la cama, Luis el Cabrón observaba con interés al Caníbal. ¿Sería su protector o su verdugo? La famiglia tenía el brazo largo, figlios della putana, pero también mucho miedo. El Barbas, la Cospe, el Polla, el Culebra, la Pequeñita, el Cocinero… Todos estaban en capilla y avisados. No se atreverían. El cinturón explosivo estaba activado y el dedo en el botón rojo. Un infarto lo apretaría automáticamente en el despacho de una suntuosa notaría.
Sí, aquel animal era un tipo del CNI, por si el clan perdía los nervios. O eso quería pensar. El Caníbal lo miraba sentado ante la pequeña mesa -la cabeza inclinada con curiosidad de ave rapaz-, rompiendo nueces con los dedos, crak, crak, crak, en un macabro sonido de vértebras rotas. Luis el Cabrón giró el rostro y se vio reflejado en el cristal de la ventana junto a la mandíbula de hiena del Caníbal, los poderosos músculos del rostro arriba y abajo, masticando nueces, crunch, crunch, crunch…
-Si entran en razones con mi mujer, daré información –dijo de pronto mirando al Caníbal, desafiante, sin miedo a nada-. Cantaré “La Traviata” de corrido, para empezar, y me sé todas las óperas de Verdi y algunas de Rossini.
Dimitri el Caníbal esbozó una media sonrisa de rufián o de maníaco que a Luis el Cabrón le pareció de complicidad. Emitió una especie de gruñido primario y siguió quebrando nueces con los dedos, crak, crak, crak, sin perder de vista a su compañero de chabolo. Una tórtola recortó el vuelo en el cielo grisáceo del patio y se posó en el alféizar de la ventana. A Luis el Cabrón le evocó un remoto amor de juventud. Porca vita.
José Antonio Illanes.
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