Sentado sobre los muertos
que se han callado en dos meses,
beso zapatos vacíos
y empuño rabiosamente
la mano del corazón y el alma
que lo mantiene.
Que mi voz suba a los montes
y baje a la tierra y truene,
eso pide mi garganta
desde ahora y desde siempre.
Miguel Hernández.
He dejado a posta pasar un día para explayarme… y templar, quizá para no parecer ridícula al exponer los sentimientos que me recorrieron el día de ayer. El mazazo llegó a media tarde, durante un descanso de la labor a la que dedico los fines de semana que puedo escribir a gusto, sin bolos ni actividades familiares, que son pocos, la verdad. Además este se prestaba al intimismo porque el tiempo amenazaba con todas las inclemencias debidas al invierno. Casa caliente, cocinar a gusto, leer un rato y escribir a destajo. En estos tiempos de caducidad próxima resumen la felicidad que me permito.
Llegó un mensaje a través de las redes. Almudena había muerto…Como lectora fiel de todo lo que escribía leí desolada la confesión de su enfermedad en el País. Tenía cáncer pero lo contaba como siempre refería las cosas, de forma lineal, clara, sin alharacas ni regodeos. Bien, Almudena tenía cáncer pero quedaba trecho, además la mujer pirámide que era seguro lo vencía de calle. Me dije. Como si ser grande de cuerpo y de alma fuera antídoto contra los maleficios y alejara los caprichos de la muerte que suele elegir al albur de tientos envenenados porque tantas veces no hemos entendido el porqué se lleva a unas y no a otras…
Me preocupó pero contuve el sentimiento de la misma forma que ella contuvo el relato que nos hizo. La gustaban los ganadores, nos dijo…y ahí creo que nos coló una mentira piadosa porque yo que la he leído tanto… todo, todo, sé muy bien que a Almudena Grandes la gustarán los ganadores pero se encapricha y vive por y para los perdedores. Nadie como ella (bueno sí, Galdós) ha descrito con tanta ternura a la caterva de perdedores y sobre todo perdedoras que pueblan su universo. Las Manolitas, las Malenas, las Inéses y tantas más que habitan sus novelas no son más que perdedoras sublimes. Eso sí, perdedoras que levantan el vuelo y caminan sacudiendo los jirones del corazón herido (o helado, como gusten) para seguir viviendo. Principalmente porque aman la vida como la amaba (que duro, utilizar el pasado con Almudena) ella. Y se la comían a bocados. A pesar de caminar por los márgenes de la historia, o quizá precisamente por ello.
Conforme pasaban las horas una tristeza profunda, un dolor casi, se adueñó de mi ánimo. Seguí trabajando, cené y el sueño me recordó alguna de las aventuras vividas entre las hojas de los universos que Almudena nos donaba. Al despertar recordé que ya nunca volvería a tener más libros de ella, que nunca volvería a saltar como una groupie loca hacia el ascensor del Círculo de Bellas Artes como aquella tarde -invernal como esta- cuando la conocí y con un hilo de voz la saludé mostrando una admiración casi infantil. Y su risa franca, con el vozarrón cazallero que gastaba diciéndome: “no jodas, no me digas esas cosas ahora que tengo una conferencia y no me va a salir” Porque yo le había comentado que por esos segundos de contacto cercano, mi viaje merecía la pena. “Tú, con lo que has hecho hasta ahora ya tienes bastante, aunque no volvieras a hablar” le respondí…Y yo también mentí. Lo he comprobado ayer por la tarde.
Mentí porque siento una desolación profunda, casi una orfandad ante la sensación de abandono, ante el silencio impuesto de Almudena ¿quién me va a contar las cosas de la historia reciente de España, ahora que no está? ¿Quién me va a descubrir a personas como Jesús Monzón, cruzadas gloriosas, como la invasión del valle de Arán, o me susurrará como quien no quiere la cosa que Dolores amó con pasión a un hombre joven y bello, llamado Francisco Antón? ¿Quién me va a enamorar ahora cuando los personajes masculinos se disuelvan en el olvido y ya no me encuentre con ellos en la soledad de mi casa sin un Galán heroico que quebrante a los esbirros del fascismo entrando y saliendo de una España plena de grisuras y charcos de sangre ennegrecida? Añoraré a los pérfidos canallas como el patriarca de los Carrión, al que amamos a la vez que odiábamos con la misma fuerza…La escuche contar que ella se enamoró del personaje a la mitad del libro…Yo, casi desde el principio.
Almudena Grandes era mi generación. Al irse siento como que cerramos el capítulo vital del que procedemos. Y me apena mucho.
Rompió moldes con las Edades de Lulú reflejando un Madrid golfo, pleno de oscuridades luminosas que queríamos devorar sin pausa. Salíamos de un túnel muy oscuro donde todo era pecado y delito y al llegar los ochenta pensamos que había que atravesar el pasadizo deprisa para salir corriendo mientras vivíamos todo lo que las dos generaciones anteriores no habían podido. Perdimos la memoria reciente, dejamos aparcada la política y los ideales por un rato y nos dedicamos a lo que entonces molaba: bailar, beber, drogarse y follar. Todo a la vez y todas a una. En las Edades de Lulú los túneles de oscuridad se habían trasformado en perversiones luminosas, en vicios inseguros quizá más sosegados que los anteriores. El dictador murió, la dictadura había acabado, los socialistas ganaron el poder y en Madrid había un alcalde encantador que nos animaba a todo y nos dedicamos a vivir sin concesiones.
Mientras eso ocurría no nos dimos cuenta de que el engaño estaba envuelto en un miserable papel de celofán que cuando lo desenvolvimos comprobamos con estupor que había un virus suelto que nos enfermaba y mataba como a chinches, porque era tan perfecto el diseño de ese enemigo, que a tantos/as envenenó, que nos parecía preparado por la mente perversa de un reaccionario muy malo. Pero muy malo. Seguimos desenvolviendo el paquete y nos encontramos con el timo de la Transición engañosa y casi volvimos al punto de partida. Allí nos esperaba Almudena para retomar la historia.
Llegaron los libros de la actualidad y seguía dando en la diana. Malena es nombre de tango, fue mi primer libro de Almudena, con el que me sedujo para siempre, (Leí Lulú mucho más tarde) porque me identifiqué tanto con la desoladora vida de Malena, con su sexualidad irreflexiva, con ese punto de mujer madre que acoge a los desvalidos que luego marchan y se enamoran de las dulces y sibilinas Reinas. Con ese vagar por la vida a trompicones despertando una mañana de Navidad en una casa llena de búlgaros con el rímel corrido. Sentí que Malena era yo. Sentí que tapábamos con sexo la soledad y el desamparo de andar como vaca sin campano por la vida. Y sin guía ni brújula. Porque en los ochenta no la había, hacíamos el camino inventando nuestra condición de mujeres. Conocíamos lo que queríamos ser pero o teníamos ni una mínima seguridad sobre cuál era el futuro, qué se esperaba de nosotras y cual era nuestra casilla. Sobre todo si éramos Malenas, perdidas, voraces amantes y desamparadas mujeres en busca de amor. Quizá es la novela en el mejor se describe a si misma. Una enorme mujer fuerte y desvalida en busca de amor.
Seguí leyéndola según publicaba sin demoras ni esperas. Hasta toparme con El corazón helado…el gran libro de Almudena. La novela que envidio, la que hubiera deseado escribir. Casi mil páginas de un torbellino de historia que resume y extracta la nuestra. La insensata historia de un país que nos duele porque parece irremediablemente condenado a la paradoja más sangrienta. Donde se dan a la vez la historia del siglo XX, la memoria, y las historias bien contadas con el artesonado de filigrana literaria.
Las dos familias. La afortunada y rica y la perdedora. La digna perdedora que se sobrepone al dolor del exilio, a la desgracia del expolio y la debacle de la derrota para volver en forma de joven de caderas anchas y amplia cultura, inteligente, que se ha propuesto recuperar los intrincados valles de su familia de la que poco antes abjuraba por pesada, por insistente en la añoranza y la nostalgia, ella francesa y moderna. El retorno la devuelve el olor a ajo, las esquinas trucadas de un viejo país que cada cierto tiempo se contrae y expele el odio que ha ido acumulando entre lo viejo y lo nuevo, entre el ayer medieval y el modernismo más voraz.
Siguieron Inés y la alegría y el descubrimiento de anécdotas (palabra muy escasa para nombrar lo que sigue) de la historia que desconocíamos. La invasión del Valle de Arán por 10.000 soñadores que habían perdido una guerra (la suya) ganado otra (la de otros) y les quedaron ganas de enfundarse de nuevo el uniforme de soldado español entrando por los Pirineos y durante ¡diez días! se hicieron fuertes en el Valle de Arán. Hasta que un hombrecillo con gafas y pinta de estudiante acusica les desarmó con el altavoz que sonaba desde Moscú. Mientras en el Pardo se acojonaban por la invasión. Otra derrota que sumar a las tantas sufridas. El fascinante Jesús Monzón organizando, planeando el golpe letal a la dictadura en espera de esas democracias a las que ayudamos a ganar para que nos envolvieran con su manto, cuando nos dejaron en la estacada más terrible.
Los perdedores. Los perdedores de Almudena. Supo, como su maestro Galdós, poner la historia en la boca del pueblo. Y de las mujeres de ese pueblo, porque Almudena deja que sean las mujeres desde la cocina, o desde las filas de Porlier a donde van cada día a llevar las viandas y la ropa limpia a los presos. O desde la guarida de un pueblo, quienes cuenten nuestra historia. No deja que sean los palacios y palaciegos, ni los grandes nombres, no, su obra está poblada de pueblo.
En cada novela un nuevo descubrimiento, una nueva novedad que ha ido guiando mis propios descubrimientos. En cada novela un juego estilístico al modo galdosiano que me han enseñado lo poco o mucho que se y que escribo. Porque ella ya dijo: “hoy nadie se acuerda de quienes llamaban a Galdós garbancero y lo despreciaban, mientras él sigue más vivo que nunca”
Creo que le va a pasar lo mismo. Lo deseo con fuerza, porque de ser así me confirma mis propios pasos. Almudena era (es, que me duele concederle el pasado) una escritora que contaba historias con un fin, desde la honestidad más fiera y la independencia sutil de mujer perdedora. Contaba la historia con el corazón a la izquierda pero con la cabeza siempre centrada en la verdad de sus investigaciones que confluían en un impoluto relato que nunca nadie rebatió porque era imposible.
Miren, a mí no se me pasa la tristeza porque he perdido a un referente. He perdido a una mujer muy querida que me ha enseñado tanto, que ha sido guía de mis escritos, de mis luchas y de mis creencias. Cuando tenía dudas recurría a ella, jamás me falló porque a más de identificarnos por la edad, las circunstancias, vivencias y creencias, Almudena Grandes era toda ella de verdad. Incluso tuvo el gratísimo honor de compartir publicación de relatos. La memoria herida, se llamaba el libro y todavía anda por ahí. Ahí está mi nombre y el suyo.
Y yo me he quedado sin brújula. Y no sé para dónde virar.
María Toca Cañedo©
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento.
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
Miguel Hernández.
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