«De falar, falarei coa terra.
Coa terra, con esa negra terra
que cospe, como sangue do peito, primaveras.»
(A negra terra, Manuel Rivas)
Cuando tenía 25 años, un antidisturbios me disparó un pelotazo de goma en las costillas en una manifestación contra la guerra de Irak. Fue en la Puerta del Sol; él apuntaba desde la esquina de la calle Montera hacia la gente que estaba dentro de la plaza. Sus compañeros golpeaban con saña la cabeza de un joven universitario con gabardina, arrinconado contra una farola, y en quien yo veía que podía ser un hermano, un amigo o un compañero de clase… Me di cuenta del error de no haber salido corriendo en el momento en que sentí que algo salía de mis costillas, disparado hacia el suelo y rebotando con fuerza hacia la gente. El disparo que se escuchó entre el griterío había congelado el tiempo, como en las películas, y todo se había fundido a negro. A cámara lenta, mi mente fue discerniendo que esa bala había sido para mí, que gritaba que pararan de golpear a aquel chico. Que eso que había brotado de mis costillas era una bala de goma. Que había dejado de oír nada, ensordecido, y lo que llevaba segundos escuchando era mi propio chillido de dolor, chirriante y silencioso, acompasado con mi respiración, imposible de detener aunque quisiera… que todo lo que pasaba fuera había dejado de existir para mis sentidos. Apretaba los ojos, la mandíbula, la vida… Me retorcí en el suelo, de lado a lado, unos segundos, hasta que unos brazos amigos me pudieron arrastrar sorteando disparos hasta un bar, en el que sus trabajadores mantenían la valla entreabierta para dejar pasar a los heridos, que ese día se contaron por cientos.
Solo era una pelota de goma (de la que aún guardo la marca de la piel quemada), pero cuando se detuvo el mundo aquellos segundos, pensé en las terribles imágenes de los disturbios de la intifada palestina o de cualquier revuelta que se resuelve a tiros por los que tienen el monopolio de la violencia. El pensamiento del guerrillero que siente un agujero mortal y va haciendo consciente que esa bala tenía su nombre, que va a ser el final. Que todo se funde a negro, la vida se escapa entre los dedos de otro, que aprieta el gatillo a quien osa mirar de cerca a la barbarie.
Aquella primavera nacía con una esquina rota. Rota de rabia, esperanzas y mentiras. Como la que había comenzado cuatro años antes, con los bombardeos de la OTAN sobre lo que fue Yugoslavia. Las bombas sobre fábricas defendidas por trabajadores o sobre los hospitales, los millones de migrantes nuevos, los viejos negocios en la Europa de tres velocidades. El mes de abril robado por quienes manejan los hilos del mundo y sus bombardeos masivos de mentiras.
Esta primavera vuelve a tener la luna roja, como las últimas en Siria o Libia. La tristeza ha colocado francotiradores frente a tu ventana. Minas antisonrisa explotan cada vez que enciendes la TV en forma de bulos o desinformación. Mientras decenas de conflictos suceden en el mundo, con las mismas madres en la noche deseando que cada ráfaga que raya el cielo sea una estrella fugaz, una guerra que en realidad sucede desde hace diez años cambia todas las reglas del monopoly para que nos sacrifiquemos juntos frente a un mismo dios.
Y año tras año somos los mismos protagonistas en el cutre remake en el que vivimos. Las armas de destrucción masiva, el mercado de Markale o la guerra comercial con China son solo pretextos contaminados para construir la misma trama con los mismos héroes. Sin novedad en el frente.
Del otro lado, los pueblos invisibles, que no son sino moneda de cambio bajo sus escombros sin valor y sus hierros fundidos. Sobre ellos caen misiles preñados de inviernos para mantener los intereses en orden. Los árboles mutilados preguntándose dónde carajo quedó la ternura. Las nuevas flores nacen en un mundo en blanco y negro, cerrando los párpados sobre la tierra herida. Los refugiados, con su dolor fantasma y sus pasos de ceniza sobre un suelo sin banderas sembrado de cicatrices. El abismo de la indiferencia obediente, exhalando aire trece veces por minuto mientras observa el final por TV como si todo ocurriera lejos. El silencio en la concurrida soledad del preso en el corredor de la muerte.
Todo es igual en estas primaveras desangradas, salvo un detalle. Entre Irak y Gaza nació un sujeto político antibelicista global, donde podríamos elegir como BSO el “American Jesus” de Bad Religion. Para recordar la ignominia de Belgrado aquí escuchamos el “Abril de mil novecientos ausencia” de Hechos Contra el Decoro. Pero hoy, cuando ni siquiera hay oposición a armar una barbarie de la que no sabemos casi nada, no queda ninguna canción en la que suene una nostálgica melodía de trompeta donde refugiarnos, aunque sea sobre los dientes destrozados de Chet Baker.
Igor del Barrio.
(En la foto, una bala de fusil Mosin Nagant -que aún se sigue usando en las guerras, como la de Siria– y su sombra sobre la tierra, en las posiciones de la batalla del Jarama de 1937.)
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