[Diez personajes (o más) que conmovieron al mundo]
Durante el par de semanas que me costó leer las ‘Memorias’, de Albert Speer, superé una instintiva repugnancia.
Son las páginas autobiográficas de un nazi, pero pueden y deben leerse en parte como una entretenida, astuta y fraudulenta ficción.
Speer fue el arquitecto preferido del Führer, aquel que proyectó “Germania, capital del mundo”, una remodelación dórica de Berlín. Speer fue también el ministro de Armamento del Reich a partir de 1942.
De él se dijo, y de sí mismo dijo, que fue un eficaz organizador, un técnico o tecnócrata entregado, un gerente de la guerra. Son datos muy conocidos.
Sus Memorias se concibieron en la prisión de Spandau, mientras su autor, Speer, cumplía la pena impuesta en Núremberg: veinte años de condena (hasta 1966).
En la edición del libro publicado en 1969 intervino decisivamente Joachim Fest, historiador y periodista.
En realidad, todo esto que cuento es erudición, más o menos interesante. Lo importante es otra cosa.
Es la cuestión moral en Speer: la amoralidad o la inmoralidad. Es decir, ¿por qué un tipo formado, nacido en un fino ambiente, fue seducido por el plebeyismo de Adolf Hitler?
Por lo que se difundió en los Juicios de Núremberg y después, Speer fue un tipo normal, incluso atento, comprensivo y culto. Un técnico eficiente.
Nada más. ¿Nada más?
Había comenzado a trabajar como arquitecto cuando Alemania estaba sumida en una crisis económica aguda: es decir, no tenía encargos ni proyectos, asunto que le obligaba a vivir del padre, de la asignación de su progenitor.
Pero vivir materialmente bien no significa tener los afectos cubiertos: las relaciones de padre e hijo siempre serán distantes. Con cada cosa que emprenda, el vástago decepcionará al progenitor.
Por lo que él cuenta en sus ‘Memorias’ y por lo que cuentan sus biógrafos, esa carencia emocional jamás se resolverá, y todo, prácticamente todo lo que Speer haga en vida tendrá que ver con lo que el padre podría esperar.
Y, así, su conducta será siempre la de un tipo que se hace querer, la de quien sabe cómo granjearse la admiración o la sorpresa de todos, dispuestos a reconocerle sus méritos, menos el padre…
Pero volvamos atrás.
Cierto día, cuando Albert es un joven prometedor y bien nutrido en una Alemania en crisis acude a un mitin de Hitler. Se celebra en la institución universitaria en la que Speer ejerce de profesor contratado.
El futuro Führer se presenta como un honorable burgués, bien vestido, con maneras moderadas. Esa mesura y esa teatralidad atraen y aturden al profesor. Pronto se conocerán: Speer seducirá a Hitler.
Speer ama lo que le corrobora y para él el éxito significa plantearse retos.
Hasta 1944, el Führer será la fuente de su autoestima, aquel que admira lo que hace, que celebra la eficacia de sus realizaciones, las audacias de su imaginación: en la arquitectura o en la producción de armamentos.
Al hacerse cargo del Ministerio, de ese Ministerio de Armamentos, el joven arquitecto carece de conocimientos precisos sobre esta disciplina, pero él –precisamente– se somete a disciplina y a un consejo de expertos.
Sabe que lo puede conseguir y sabe qué puede deslumbrar al Führer. Albert, el hijo no admirado, es un gerente y un alemán, dice Joachim Fest.
Es decir, es un técnico que sabe trabajar pragmáticamente, ciñéndose a unas reglas y a unos recursos.
Pero es también un tipo romántico, alguien fácilmente impresionable con las ideaciones más extremas, más convulsas. Y más repugnantes, añadiríamos: ideaciones y prácticas que él afirma no haber visto.
Con la guerra ya casi perdida se propondrá salvar a Alemania, dice Speer de sí mismo.
Salvarla del apocalipsis al que el Führer quiere conducirla: incumplirá así la orden de destruir la red de infraestructuras y de producción.
Según confiesa Speer, esa suerte de nihilismo le producía repugnancia.
El resto de sus ‘Memorias’ es sobre todo la epifanía. Ofrece de sí mismo una imagen patética, por la dificultad de romper con la seducción hitleriana.
Y ofrece también de sí mismo una imagen épica, por haber protegido a Alemania del hundimiento total. Eso le permitirá salvar la vida, quedando como el nazi accidental, el bueno.
En Núremberg, en 1966, en 1969 y después sabrá convencer con una ficción utilísima: admitir una culpa genérica, sin aceptar jamás su monstruosa participación.
Ya no es así.
Justo Serna.
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