AMAR UNA LENGUA
Escribía Juan Ramón Jiménez: «no toquéis a la rosa«, cuando tenía el sentimiento profundo de haber encontrado la «belleza» en su estado más puro. Una experiencia sublime: hallar la palabra, las palabras portadoras en su esencia de los sentimientos que intentaba transmitir en un poema. Una experiencia que alcanzaría su plenitud, al tomar vida, la misma que le insufló el poeta, en otra persona, tal vez, alejada en el tiempo y en el espacio, desconocida y cercana.
No toquéis a la rosa, porque en ella está la belleza, el culmen de la comunicación, la palabra plena. Entiendo que el poeta de Moguer, con esta afirmación, describía la inabarcable grandeza de la lengua, de la palabra, de la comunicación.
En estos tiempos convulsos, de oscuridades y esperanzas, de incomunicación y degradación de la palabra, me pregunto qué es amar una lengua, quién lo hace, en realidad. Está lejos de mi intención, pontificar o normativizar con este escrito ese sentimiento. Me permitirán, entonces, que recurra a lo único que puedo recurrir con honestidad, a mi experiencia personal como hablante.
Amar una lengua es compartirla, es saber libar la belleza que encierra, estrujar sus posibilidades comunicativas, construir puentes, transportar sentimientos.
Amo una lengua cuando la utilizo para elaborar un pensamiento, siempre ávido de complejidad, cuando intento expresar un sentimiento, aunque, a veces, me quede en el camino, cuando, con una sola palabra, soy capaz de construir un mundo o hacer que otras lo construyan y lo habiten.
Amamos una lengua cuando la llenamos de empatía y amor al prójimo, sólo entonces las palabras se hacen «rosa» y brillan hasta cegarnos con su luz: justicia, libertad, igualdad, amor, bondad… El glosario con el que construir una vida, todas las vidas.
Quisiera soñar que vivo en un país donde todas y cada una de las personas que lo pueblan amen, en lo más profundo, nuestro tesoro lingüístico: único por su pluralidad, rico hasta la infinitud que le proporcionan las lenguas que lo constituyen. Amo y me duelen cada una de ellas y no sé qué daría para que ese amor fuera compartido, no se qué daría para que aquellos que, en el envilecimiento de la comunicación encuentran su ganancia, enmudecieran para siempre tragándose todo el lodo que son capaces de almacenar.
Dejen de utilizar, por favor, nuestras lenguas como objetos muertos de enfrentamiento, porque están ustedes matando, con su vileza, lo más bello que nos adorna como seres humanos: nuestra capacidad para comunicarnos. La realidad nunca es simple y las lenguas, en su diversidad, nos ayudan a ver esa complejidad. Guarden silencio, porque su silencio es vida, porque sus «no palabras» llenas de odio y vacías de pensamiento matan a la «rosa«, matan al poeta.
Juan Jurado
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