Los dos trenes se cruzan en el mismo punto y a la misma hora con una precisión inquietante. Transportan viajeros que van y vuelven, y en ese pequeñísimo lapso de tiempo podría decirse que sus estelas se rozan y sus miradas convergen. Hace ya unos cuantos días que él ha conseguido levantar la cabeza de su tocho de 1200 páginas y animar a su instinto a penetrar en uno de los vagones centrales del tren opuesto, donde ella aún no percibe interés alguno, enfrascada habitualmente en el bucle de un wasap. A él le costará semanas lograr que ella reaccione, primero tímidamente, medio atisbando en el fogonazo de los metales que se cruzan a 180 km/h. A mitad del segundo mes conectan visualmente, y así permanecen un tiempo, como si aún les costara acostumbrarse a la idea de ello. El tercer mes lo emplean en atesorar sonrisas de décimas de segundo, que permanecen revoloteando en sus mentes a lo largo del día. El cuarto mes consiste en construcciones de palabras y frases inconexas, crucigramas a través de cuya resolución él se llama Jaume y ella Elisa. Es ella quien acopla primero la pantalla de su móvil a la ventanilla del tren mostrando su número, en vistas a formalizar el contacto, pero el encuentro es tan fugaz que se acumulan otras dos semanas hasta la primera llamada.
Él trabaja de ingeniero en una petroquímica y ella de teleoperadora en invariable turno de emergencias de noche. Aún así deciden intentarlo, buscando compatibilidad en el centro de sus trayectorias opuestas. Aunque viven juntos apenas se cruzan unos segundos al día, en el mismo tramo de escalones y bajo la luz mortecina de las 7,45, él bajando hacia el café, ella subiendo hacia las sábanas. Cuando coinciden en días señalados, en algún restaurante o en una sesión de sexo fugaz en sofá, sus miradas apenas se mezclan unos segundos, destinadas siempre a verse alejarse en la inmensidad de lo incompatible.
Texto: Jean Boucicaut
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