Una de las grandes maestras del relato breve, brevísimo. Siempre hay un homenaje a la Matute en lo que escribo. Sus niños tontos son el modelo de algunos de los microcuentos de Casa de Muñecas y de las pobres huérfanas de Las madres negras. La gran Matute sabía hilar fino, concentrar hasta límites insospechados la belleza y lo trágico, lo bello y lo siniestro. Ella publicó en los años cincuenta del siglo XX una rareza, un libro de microcuentos antes de que se hablara del género como tal, esa colección de relatos escuetos y certeros sobre la infancia como lugar del que algunas veces, pocas, se sale ileso. La muerte, la poesía, la inocencia, son elementos troncales de cada texto, que con frecuencia abordan el rechazo del diferente por parte de la masa. Ser diferente es ser oscuro de piel, feo, pobre, débil. Los juguetes son objetos mágicos, imposibles de alcanzar, los juegos a menudo se convierten en guerras ocultas perdidas por el más vulnerable del grupo.
En La niña fea la diferencia viene marcada por el físico de la niña. Le basta a la autora una primera frase para explicar el aspecto de esa criatura despreciada por las otras. Matute hace que veamos el peinado de la niña, su cuaderno de clase, la maravillosa manzana de cuento gracias al adjetivo preciso, «brillante», que la desrealiza. Es capaz de hacernos oír al coro de muchachas hostiles increpando a la niña por su fealdad. Llama la atención la belleza de las palabras que elige, su selección del refugio natural al que la niña se acoge para sentirse a salvo. Acacias, rosas silvestres, abejas de oro. El mundo de lo natural es un cuento hermoso y la tierra una cama caliente, un lecho al que llevan finalmente a la niña con su mini corona de espinos y flores de trapo, flores falsas, y los colores fríos que prefiere la muerte, el azul y el morado de las cintas con las que ciñe las muñecas infantiles. Por fin se reconoce su belleza, justo antes de que la niña sea enterrada en el color caliente, qué maravillosa sinestesia, en un lugar donde los árboles juegan y la vida permanece escondida, a salvo del mundo real. ¿Se puede decir más con menos? No. ¿Se puede decir más bonito? Tampoco.
Escribid niños y niñas rarísimos, tontísimos. Es un ejercicio maravilloso y triste con frecuencia traer de vuelta, desde el recuerdo, jirones de la infancia.
Patricia Esteban Erlés
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