En días fríos como este añoro con fuerza la primavera. Ni los libros ni la música ni la compañía del perro fiel me consuelan. Es la rebeldía de la nostalgia, la ineludible presencia de las felices primaveras infantiles. Solo los recuerdos que dejaron en mi alma un rastro ambarino, como de miel, dulce y glutinoso, me animan en tardes como esta, si hay suerte, a escribir algunas torpes líneas sin contexto y sin destino que luego condeno al olvido.
Entorno los ojos y vuelvo a mis campos del sur. Oigo el zumbido de las avispas en la alberca, los caños de agua fresca, el relincho del caballo matalón trepando por los ribazos, la monserga de las gallinas perfilándose despreocupadas en el zócalo de almagra, la trapatiesta de los gallos coloraos, cenizos o jabaos cacareando en el corral sus honores y sus mentiras, el brillo de sus plumas y el filo de sus espolones.
Aspiro el aroma de las espigas esbeltas, de las amapolas moteando los campos dorados y verdigrises. Huelo a estiércol y a afrecho, a alhucema en la sarteneja, a jara, a romero y a tomillo. Huelo a ropa recién planchada y a puchero hirviendo en el anafe. Huelo el recuerdo, lo huelo vivo y fresco como al poleo entre los lentiscos.
Veo a los estorninos vigilarme desde los olivos, a los zorzales sorteando querencias migratorias bajo nubes de algodón, a las zuritas anidar en los perales y a las golondrinas bajo las tejas del gallinero, a una mujer lavando en una gamella, a un niño acariciando conejos en jaulones de madera, la ropa blanca veleada al sol, un perrillo perdiguero que menea el rabo y brinca de alegría.
Y siento el sol, un sol infantil, sereno y maternal, templándome los huesos, ahuyentando al frío, a la niebla, a la soledad y a los años. El sol del sur. La primavera del sur. Cuánto la añoro en estos días helados y cenicientos.
José Antonio Illanes.
Foto: Fernando Vera. Campos de Montellano.
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