Sabía de la tenacidad de Diana. No podía aplazar más la cena que me propuso mientras volvía de Algeciras, de modo que accedí a visitarla aquella noche del tercer día desde mi regreso.
Pasé antes por la Abacería de mi amigo Rafael en Sevilla Este, y de aquella “Fuera Estudiao” me traje un surtido de lo mejor, y mira que allí hay mucho, con el que acompañar una cena de lujo, incluyendo una caja de ostras que le pedí el favor de que me agenciase. A los postres, una botella de vino de naranja que yo esperaba que acabaría de poner a Diana contra las cuerdas. No sé de qué cuadrilátero, ni cuál sería el combate pero…
Salí del ascensor y Diana me esperaba en el rellano con una amiga. Besé su mejilla con cautela y entonces me presentó a Salomé. Al fin conocía a su amiga del alma. Tantas veces me había hablado de ella que, quise contrastar si la idea que ya tenía de Salo, se acercaba a la realidad, de modo que cuando ésta hizo intención de marcharse, encontré la ocasión apropiada para rogarle que nos acompañara con un –de ningún modo–. Entre el pescado al horno que tan bien olía, y lo que yo había comprado en “Fuera Estudiao” había comida de sobra y, Salomé, nos haría de catalizador en una reacción química que no sabía por dónde podía salir aquella noche.
Cenamos en la terraza bajo un clima delicioso. Miraba el cuello desnudo de Diana, estilizado hasta llegar al pelo recogido en un elegante moño, y no podía por menos que imaginar mi beso más cálido por encima de sus clavículas. Salomé me escudriñaba con la atención, de un examinador que tiene que estampar un apto sobre un certificado. Estaba encantado con las dos: bellas, con una conversación amena y cultivada, y amigas del alma. Pero, –no comisario, por ese lado no. Repetir lo de Marruecos sería impensable. Ponles a ellas todo el vino pero tú, por favor, mantente en tu sitio– me dije.
Sonreí para mis adentros mientras contaba de mi periplo africano, aquellas cosas que se podían contar. Omití hablar salvo por encima, del cometido que me había llevado hasta allí. Por supuesto, no toqué el dinero, y no mencioné el nombre de Fatine, y mucho menos el de aquellas dos ”esposas” que junto a ella estaban aguardando mi regreso, como el del sultán que vuelve tras una campaña de conquistas.
Salomé se interesó especialmente por Volubilis. Así mientras les explicaba que aquella ciudad fundada por los cartagineses en el siglo III a.c. tomaba su nombre de Oualili: ciudad de las adelfas en bereber, yo rellenaba sus copas una y otra vez de la segunda botella de Sauvignon Blan que me había recomendado Rafael un rato antes.
El brillo en los ojos de Diana, mostraba el incendio interior que ella intentaba disimular, complacida ante la grata impresión que, sin duda yo hacía por causarle a su amiga.
Para la sobremesa acudí a la nevera, en busca de aquella botella de vino de naranja, con la que pensaba desarmar a Diana. Catusa enredada entre mis piernas, me advirtió con un maullido al volver de la cocina, de que la puerta de la calle estaba abierta. Salomé extendió sus manos hacia mí en señal de despedida y se justificó:
–Estaba todo muy rico. Tengo que marcharme, sino, no tendré dinero suficiente para pagar a la canguro. Encantada de conocerte. Otro día volvemos a quedar, quizás os presente a alguien. Y tú poli, cuídamela, ya sabes que es como mi hermana.
Víctor Gonzalez
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