Aquel maravilloso punto de inflexión en mi relación con Diana, le daba al menos a mi vida un giro copernicano. Toda una juventud de deseo contenido, mi boda y la etapa del matrimonio en común con la madre de Carlos, tiempo en el que Diana y yo estuvimos algo distanciados, y ahora este cruzar el umbral de la pasión y entregarnos el uno al otro sin límites y hasta colmar cada una de las noches en las que nos dormimos el uno pensando en el otro, eran en el fondo momentos de felicidad, sin duda, pero también de desconcierto.
Allí estaba yo con una mezcla de cara de tonto y de asomado al vértigo, en su casa que bien sabía era también mía, que tenía en un altillo una bolsa de Adidas llena de dinero, con una misión que acabar de cumplir, llevando ese dinero a Marruecos y, previo paso por Gibraltar, solucionar lo de la cuenta de Fatine.
Fatine. Quisiera que en ese momento su nombre no se hubiera cruzado por mis pensamientos, pero ella ¿qué culpa tenía de amarme? ni siquiera de que junto a ella Shaina y Zareen formaran una terna maravillosa en todos los sentidos, dispuestas las tres a hacerme en África el hombre más feliz del mundo.
Sonreí para mis adentros. Hay una verdad universal, y es que cuando uno está solo nadie parece querer acercarse a su corazón de náufrago, y sin embargo cuando es pretendido por alguien, otras voluntades pugnan por acercar la miel hasta tus labios compitiendo entre ellas, pareciera que llamadas a confundir el rumbo como los cantos de las sirenas a la tripulación de Ulises.
Me miré en el espejo del baño, y el policía que llevo dentro me sacudió por entero hasta poner mis pies en el suelo. Fui a la cocina y eché en la sartén un poco de mantequilla y unas tiras de bacón que doré por ambos lados. Luego y sobre la grasa sobrante aún caliente, estampé dos huevos que revolví con una pizca de sal. Diana había dejado la cafetera encendida, y me serví un vaso entero de café con azúcar moreno: necesitaba alimento y claridad de mente para combatir la ausencia maravillosa de descanso.
Volver a la ducha tras el desayuno, trajo hasta mi memoria las escenas de la noche anterior. Llevé totalmente hasta la postura del agua fría el mando del grifo de la ducha, para evitar con ello distraerme con aquellos recuerdos tan tórridos. Quería mantener el punto profesional que me había impuesto el poli, de modo que me sequé con su albornoz de manera superficial y acudí en busca de mi ropa.
Vestido y sentado frente a la mesa del comedor, desplegué todos los montones del dinero. Eran un total de 232 fajos de billetes de 50 billetes de 50.€ cada uno. Hice el recuento de 10 de ellos al azar, por comprobar que los vascos acostumbran a ser muy serios en todo, y en lo tocante al dinero todavía más. Aparté 32 fajos con intención de ponerlos dentro de una bolsa de platico, y el resto, desplegado en perfecta formación sobre el tablero de la mesa, parecía un ejército listo para iniciar un ataque. Fui a la cocina en busca de una bolsa de hipermercado en la que guardar el dinero de Fatine, y justo al salir sonaron unas llaves abriendo la puerta de la calle. Diana entró rozagante y se colgó de mi cuello mientras me besaba.
–Creí que me esperarías desnudo. –dijo mientras atropelladamente me besaba de nuevo con toda la pasión de que era capaz.
–La verdad es que no te esperaba. ¿Qué haces aquí?
–He venido a desayunar a casa. Para una vez que tengo motivos interesantes…
Entró al salón y se quedó parada de golpe frente a la presencia de la mesa llena de dinero. Diana era una mujer de las que difícilmente se deja impresionar.
–¿Te ha tocado la lotería?
–Creo que puede habernos tocado a ambos. Si me esperas en la cama te llevo el desayuno y te explico lo del dinero.
Allí estaba ella al entrar yo en el dormitorio con una bandeja entre las manos: tendida sobre la cama, desnuda, con las piernas cruzadas por encima de las rodillas y una mirada gatuna de diosa que consiguió derretirme. Era una mujer fascinante.
Víctor Gonzalez
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