Me voy pal pueblo. Madrid es una ciudad hostil dónde vienes a hacerte hombre y te pasa como dijo Nieves Conde en » Surcos», o te rindes y te quedas porque no tienes adonde ir. O encuentras tres años después una noche para la bartola del gozo ciempiés, tres años, tres años, repetía Marta de la Aldea mientras se agachaba y se levantaba para beber Ceregumil vikingo a morro. A Marta el Ceregumil vikingo le sienta muy bien, a sus cuerdas vocales, a su garganta vestida de largo, a su talento descomunal. Hizo caso a su padre y estudió, eso está bien, se hizo caso a sí misma y resultó la que es aunque su padre le haya cambiado la cerradura abulense. Qué tendrá Ávila para que allí nazcan misterios gozosos, de allí era también la única mujer a la que amó Rubén Darío, de un pueblito abulense era La Paca que no se casó con el nicaragüense ni falta que hace, Rubén Darío se casó la primera vez sin darse cuenta, y la segunda borracho de tanto Ceregumil vikingo y tuvieron que ponerle los familiares de la novia una pistola en la nuca para que dijera el SÍ. Pero a la única mujer que amó fue a La Paca.
Qué dominio de la escena tiene Marta de la Aldea, qué parlamentaria para los garabatos de una noche donde Galileo volvió a estremecerse tres años después, tres años, tres años, maldita sea. La cosa empezó con el trueno mágico de Antonio, Antonio Toledo que con un introito de guitarra a solas bajo la gorra puso patas arriba a las devociones, abrió de par en par las puertas al torrente de lava musical que vendría después con el añadido de ese gran músico llamado Manu Clavijo que lleva dos años salvando la vida a Miguel Ríos. Y ese trío se convirtió durante un momento en un desafío entre la guitarra de Antonio y el violín de Manu, qué feliz y como disfruta Antonio con estos diálogos, le pasó anoche y le pasa a menudo con Germán López. La cosa no se vino arriba, ya lo estaba antes de empezar la función. Galileo se pobló inevitablemente de gente feliz a la que Marta y Antonio domaban en escorzos diversos y geniales, maldita sea si tenemos que esperar otros tres años para volver a vivir. Agosto mereció la pena, el mercurio de Madrid se quedó sin maldiciones porque el calor emocional estaba dentro y daba mucho gusto. Y mucho disgusto ahora que vuelvo a pensar en el estrabismo de este país que no mide la leyenda de Antonio Toledo, que enseña demasiada indiferencia con la mejor guitarra a la que nunca falta el fervor de quien la probó lo sabe. No basta, no basta. Hay que ponerle siempre un camino a Antonio que nos lleve a nosotros y no que le meta en los mundos americanos, chinos, africanos, paneuropeos.
Me voy pal pueblo con más agallas y un magnífico sabor de boca en las pupilas y en los oídos donde reside la noche de Marta y Antonio.
Tengo que irme porque creo que una vaca anda a macho. Mis nietos me preguntaban qué hacía, por qué se montaba en otra vaca. Les dije la verdad, que era la forma que tenía la vaca de expresar el celo y las ganas, no como aquella doctora Ochoa que desde la tele daba lecciones de educación sexual pero con sólo verla se te bajaba la libido, se te bajaba todo. Voy a ver si remedio lo de la vaca, porque el mundo es mucho peor con el despecho.
Yo voy bien servido de placer con la entrega de Marta y Antonio, espero que si vuelvo no tarden como esta vez y nos veamos todos los disidentes y los que no en cualquier noche y en cualquier lugar donde ellos estén dejándose ver y escuchar.
Qué barato resulta a veces ser feliz.
Valentín Martín
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