
Y lo saben bien quienes habitan cuerpos, identidades o trayectorias históricamente desautorizadas.
Hace unos días me ocurrió algo que me dejó pensando mucho en esto. Cruzábamos la calle de manera imprudente tres personas: un hombre mayor, un hombre joven y yo, mujer de 56 años. En la acera dos hombres parados allí nos increpan (incluso cuando ellos dos se habían bajado de sendos coches muy mal aparcados).
Pero no se dirigen a los hombres. Se dirigen a mí con gritos. Me señalan, espetan un: «señoraaaa, señoraaa. ¿Está ciega?. ¿No ve que hay un paso de peatones?»
Cuando respondo que, por supuesto lo sé y que no necesito padres, se ríen a carcajadas. Porque mi respuesta, para ellos, no tiene peso.
No contiene amenaza, puedo contestar, pero no puedo interpelar de verdad.
Puedo hablar pero no se me escucha con la misma legitimidad. Puedo defenderme, pero sé (lo sabemos todas) que la que termina siendo “la exagerada”, “la conflictiva”, “la histérica”, soy yo.
Saben que conmigo, muy probablemente, no se juegan una agresión física de vuelta.
Ese mismo patrón se repitió en lo virtual hace un tiempo y otras muchas veces.
Un psicoterapeuta varón, un señor que hace gala de gesto circunspecto en su supuesta profundidad, al que apenas conozco de lejos virtualmente, se sintió con total derecho de entrar a mi muro de Facebook (un espacio que, aunque sea digital, sigue siendo un territorio simbólico donde construimos vínculos, pensamientos, identidad) y dejarme comentarios disciplinantes colocándose él, claro, como el ser «humano» objetivo, sensato y razonable.
Pareció incapaz de diferenciar a la persona que soy (la que no conoce) de mi holograma en redes o la imagen que él ve y proyecta de vuelta.
Debió de pensar que su injerencia agresiva e imprevisible «me hacía falta».
Y me quedé pensando: yo nunca he hecho eso. No porque no tenga opinión.
No porque me falte capacidad crítica. Sino porque sé que no puedo. Porque cuando una mujer, más aún, una mujer que no responde al ideal normativo de juventud, belleza, docilidad, «agradabilidad» confronta, las consecuencias no son las mismas.
Pensé: «Jose Manuel, terapeuta, ¿a que eso no se lo haces a hombres con poder dentro de tu ámbito terapéutico que son absolutamente ególatras?. ¿A que sabes a ciencia cierta que yo no voy a entrar en tu espacio a acusarte, juzgarte o espetarte mis proyecciones?»
Esto que comparto no es anecdótico. No es tener la «piel fina».
Hablamos de estructura social y económica. De poder.
De hechos que ocurren a diario.
La posibilidad de confrontar no está repartida de forma equitativa.
Está atravesada por género, por edad, por racialización, por orientación sexual, por clase, por corporalidad, por todo el entramado de opresiones y privilegios que configuran el lugar que habitamos en el mundo.
En los espacios profesionales, por ejemplo, sé que un gesto, un comentario crítico, una confrontación dirigida depende a quien puede costar el reconocimiento, las oportunidades, los vínculos. Lo he visto, lo he vivido.
Muchas otras mujeres, personas racializadas, disidencias, personas con diversidad funcional o psíquica, lo viven cada día.
El costo de confrontar puede ser la exclusión, la desautorización, el aislamiento, la muerte simbólica o social.
¿Quién confronta y al día siguiente sigue siendo escuchado, respetado, tenida en cuenta?
¿Quién confronta y se refuerza su imagen de líder, de voz autorizada, de experto/a?
Y, en cambio, ¿a quién se le vuelve en contra esa misma actitud? ¿Quién paga con etiquetas como “conflictiva”, “problemática”, “poco profesional”, “demasiado emocional”?
Por eso, muchas veces callamos. O elegimos nuestras batallas con precisión quirúrgica.
No porque no veamos la injusticia, no porque nos falte coraje. Sino porque conocemos los códigos, los riesgos.
Porque habitamos una memoria colectiva que sabe que confrontar desde unos determinados márgenes puede significar recibir una violencia insostenible o romper el frágil espacio de pertenencia que hemos construido . Ese, por desgracia, cada día más pequeño.
Confrontar es un acto sólo accesible de forma segura para quienes tienen, de entrada, una posición y un capital.
Lo demás, lo que hacen muchas, es resistencia.
A veces silenciosa.
A veces a media voz.
A veces con la voz chillona de los trece años, enfrentándose a la autoridad doméstica, sin lograr más que dolor en la garganta.
Y sin embargo, hay un privilegio que todas las personas mereceríamos conquistar: la capacidad de tomar decisiones hacia nuestra propia libertad personal.
Aunque las estructuras limiten, aunque los contextos condicionen, aunque el miedo pese, cada gesto, cada palabra elegida en dirección a nuestra libertad, es un acto de dignidad, ese sustantivo tan desarrapado.
«Yo soy un profesional confrontativo«, dijo José Manuel.
Ay, amigo. Que se te ve el poder en las costuras. Se te ve mucho.
Que es muy miserable utilizar este verbo en nombre de la terapia, la sanación, la profesionalidad o el intercambio relacional cuando solo se trata de ejercitar dominio.
Confrontar, dicen.
Pero, señor ¿alguien se lo ha pedido acaso?
NO.
Buen día, otro día.
Por si sirve.
María Sabroso.
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