He nacido y he vivido habitualmente en Úbeda, una ciudad de una belleza insultante, donde la Historia se deja sentir en decenas de rincones, de plazas, de palacios y casonas palaciegas. Algo que, sociológicamente ha dejado su sello, en un cierto conservadurismo clasista, que el tiempo ha ido atenuando, pero que, todavía en algunos aspectos y ambientes, se puede respirar.
La anécdota con la que les quiero introducir esta reflexión ocurrió en los años 70, una década de rupturas en tantas cuestiones trascendentales de la vida en este país que, en aquel rincón provinciano, también se hizo notar.
El hecho es que, durante la misa de 12, en la hoy declarada Basílica de Santa María de los Reales Alcázares, se produjo un escándalo de lo más significativo. La misa de 12 por aquellos tiempos no era una misa cualquiera, podríamos decir que, socialmente hablando, era la misa por excelencia. Era la misa donde se congregaban, como si de una improvisada pasarela se tratase, la alta sociedad ubetense, los apellidos más ilustres llenaban los bancos del recinto: señoras envueltas en pieles desfilaban por su pasillo central a la hora de recibir la sagrada comunión.
Durante muchos años, la ciudad ha contado con la presencia de una comunidad de sacerdotes Jesuitas, al cargo de una Institución educativa, las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia, fundadas en los años 40 por un jesuita, el padre Villoslada, con una finalidad claramente social: atender a los perdedores de la Guerra, a los huérfanos de los desahuciados, de los estigmatizados por el régimen. He de decir que esta Institución con vocación andaluza, se fue convirtiendo para la ciudad en un soplo de aire fresco en las décadas de la posguerra, como núcleo de la resistencia antifranquista y como faro cultural de una progresía que, difícilmente , se abría paso en aquellos años de oscuridad nacional catolicista. Hay testimonios literarios que dan reflejo de ello. Desde alguno de los textos de Antonio Muñoz Molina, hasta la última novela de Miguel Pasquau Liaño -aunque todo se acabe- de lectura muy recomendable.
Hecho este necesario inciso, retomo la narración. Fue en esa misa de doce, en esa década y en ese sagrado y noble espacio, donde un jesuita, el padre Horacio, desde el púlpito, afeó a los presentes sus maneras, sus afeites y su clasismo y se negó a impartirles la comunión, bajándose del mismo y abandonando el sagrado recinto, dejando a la aristocrática feligresía tan perpleja como escandalizada. Todo un «comunista», como fue definido entonces por la sociedad franquista y como sería definido ahora por el postfranquismo que sufrimos. El padre Horacio, a partir de aquel hecho, tomó el camino del exilio y acabó trasladando el Evangelio en el que creía por aquella Latinoamérica de las guerrillas.
He de reconocer que buena parte de mi sensibilidad social, tiene como referente a algunos sacerdotes jesuitas con los que he tenido la fortuna de compartir el trabajo docente durante algunas décadas en las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia. Los Jesuitas siempre me han parecido una comunidad religiosa tan variopinta como la propia Iglesia Católica, una comunidad donde conviven instituciones educativas sociológica e ideológicamente tan opuestas como el ICADE, un exclusivo centro de estudios económicos integrado en la Universidad Pontificia de Comillas y la propia SAFA. Como la Iglesia Católica, donde conviven la propia Compañía de Jesús y el OPUS.
En este contexto, debemos analizar e interpretar la entrevista de Yolanda Díaz con el Papa jesuita. Dos personas, una creyente y otra atea, que han podido hablar y defender algo que está en la base del humanismo, en la base del cristianismo: la Justicia Social. En este contexto, debemos entender la respuesta que ha tenido en buena parte de la «cloaca mediática» española -reflejo del silencio de la propia Conferencia Episcopal española- tildando el encuentro de «cumbre comunista«.
Porque vivimos tiempos aciagos, en los que hablar de «Justicia Social» está mal visto, estigmatiza, tiempos donde hablar de derechos humanos repele, a aquellos que dicen adorar a un Dios que, curiosamente, expulsó a los mercaderes del templo y llamó bienaventurados a los pobres, a los perseguidos, a los estigmatizados…
Yolanda Díaz se ha convertido por ésta y por otras cuestiones más terrenales en la «rosa» que crece inesperadamente en un lodazal putrefacto y su aroma repele a los cerdos que lo habitan. Cerdos que, bañados en el lodo del dinero esquilmado, robado en muchos casos, fruto de la explotación más vil, que han hecho del Dios por el que personas decentes han dado su vida, un instrumento de alienación y ceguera, con el único objetivo de enriquecerse y tener poder.
Quisiera que este escrito fuera un homenaje a los sacerdotes jesuitas de los que tanto aprendí: Jesús García de Leaniz, Leandro Sequeiros, Jesús Mendoza, Fernando Morales de los Ríos… A todos ellos, les debo buena parte de la sensibilidad social que me habita, de mi amor por la docencia…, y todo ello, desde mi agnosticismo.
Juan Jurado
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