De viejo te atrofias. Y no sólo de cintura para abajo. Te suenan los nombres, extrañamente reconoces biografías, todos y cada uno de tus instantes pamemos que dejaste pasar vacíos. Y te enfurruñas contigo, mientras detrás de los cristales vive su abulia la mañana otoñal. Creo que hoy ni La Regenta iría a misa de domingo. Y te amusgas más cuando ves que se te han esfumado las caras y los sitios. Pero no sólo las de las hijas de las madres que amé tanto sino las de las madres también.
Y te repites.
Hoy me acuerdo de Laín Entralgo, ya ves qué tontuna. La última vez que lo vi fue en la calle Martínez Campos de Madrid, donde hay una cafetería que se juntan los viudos y viudas que pasan de Tinder.
Bajaba él y yo subía por la misma acera, a enseñarle los dientes a Ana (¿qué habrá sido de ella?). Yo lo miraba sin darme cuenta de quién era, y él miraba mi mirada. Hasta que se paró frente a mí y me dijo: Laín.
Y se fue.
Y enseguida se abrieron las compuertas y detrás de esa palabra llegó la catarata: Pedro Laín Entralgo, el falangista como mi tío Arturo, que puso su cultura al servicio de Franco. Y que con el tiempo sintió la necesidad de arrepentirse o justificarse, no se sabe. Y escribió su « Descargo de conciencia «. La necesidad de explicar una vida es muy legítima, aunque sea un poquin tarde. Porque Laín publicó el libro en 1976, muerto Franco y con Arias tambaleándose.
Todos tenemos esqueletos en el armario.
Yo mismo, ahora que otoñea, tengo que decir en mi descargo de conciencia que fui jefe de prensa de la federación española de tiro de pichón. Y que Tomás Blanco, el memorable actor que me tenía querencia, me convenció para el mismo cargo en la federación española de billar. Dicho queda lo de la inocencia de los palomos y las bolas.
Ahora ya me siento mejor.
Valentín Martín
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