Al abrir los ojos, miras la pulsera mágica, y es domingo.
Determinación: a la calle. No has salido en toda la semana. Piensas dos segundos en un motivo para hacerlo hoy. Por ejemplo, la novela negra que ofrece el País los fines de semana. Tú, por una novela negra, matas, así que empuñas la muleta y al ascensor con el último sorbo del café con leche en la boca…
Ya en la calle, el calor se agrava porque no encuentras ningún quiosco de prensa abierto en toda la Gran Vía. El de la Plaza Aragón, cerrado. Por la mitad de Independencia un kiosquero amabilísimo dice que no tiene ni idea de lo de la novela negra. Como te estás volviendo bastante señora mayor, le insistes y le insistes. Que el anuncio está en Facebook, oye.
Finalmente, encaras el paseo hacia abajo con el periódico, el semanal y dos novelas negras que te ha enseñado ese chico tan majo. Aún te quedan suficientes euros de tu asignación semanal.
Tu intención (buena) es llegar hasta el Ebro, que hace mucho que no vas a verlo y por lo leído está pachucho. Y eso no puede ser.
Pero el bolso grande pesa de lo lindo (es que, por algún misterio tuyo, llevas la Tablet pero no el móvil, y todo lo demás). Y el calor…
Cruzas a la otra acera. En la parada de taxis hay uno de esos altos, que a las de la muleta nos va fenomenal. El taxista es tan joven como el quiosquero, te gusta la gente joven. Les hacen trabajar en domingo porque son los últimos que han llegado.
En el taxi miras dentro del bolso, para sacar la cartera, según tu costumbre. Oh, Manitú, la cartera no está. Vuelcas todo en el asiento del taxi: no está. Pero has pagado en el quiosco
Le cuentas, entre tus fáciles lágrimas, lo sucedido al taxista, y sin decir ni mu, da la vuelta y se dirige al kiosco que le dices. Tu otro hijo adoptivo, el kiosquero, está empezando a recoger, pero dices «hola», se da media vuelta, sonríe y te muestra tu cartera. No has sido capaz de darle nada ni decir nada, con las dichosas lágrimas.
Subes al taxi donde te espera tu otro adoptado, que al ver la cartera exclama: «pues claro, para eso estamos, señora». Te das cuenta de que eres mala por todo lo que habías pensado entre lágrimas antes de recuperarla. (Sí, claro, ahí va a estar… y la documentación…)
A tu hijo taxista si que le das propina. Y antes de llegar a casa le dices: párame aquí, en la terracilla, que me voy a tomar una caña a mi salud. Si quieres, te invito. Él ríe y niega.
Al final es una Coca-Cola con patatas fritas. Y esta tarde, novela negra. No recuerdas si la has leído, pero es igual.
Luisa Horno.
Deja un comentario