Manel está harto. No ha sido suficiente con asistir a la misa que ahora tiene que posar para un pintor. Si no fuera por los reales que le da, no iría. Al salir de la iglesia tiene que ir al taller del señor Sorolla, no sabe quién es. Nada más llegar le hace subirse a una escalera sin quitarse la ropa de monaguillo y quedarse muy quieto en lo alto con la nariz pegada a la cal de la pared desconchada, el polvillo le hace estornudar y el artista le recrimina que se esté quieto.
Después de la primera sesión, lo único que ve en el lienzo es una mancha roja, muy viva. Le recuerda al color de las cerezas en verano cuando las traen de Zarra al mercado. Un día llegó a coger una del suelo, ¡qué sabor, qué dulzura! Le dan ganas de llevarse la paleta de pintura a la boca para comprobar si esa pasta está hecha de cerezas aplastadas.
¡Hambre es lo que él pasa! Y sale del taller con el real en la mano, ya no tiene que volver hasta dentro de una semana.
Desde los cuatro años lleva asistiendo al cura ciego en la iglesia. Lo que le queda son los coscorrones que le da cuando trae las vinajeras con el moscatel para la celebración. Se las entrega Fina, la hermana del cura que está casada con el maestro, que a su vez es el prestamista, y Manel las lleva con mucho cuidado para no derramarlo hasta la iglesia. El clérigo no se fía y mete un dedo para comprobar que no falta nada. A veces, le da un coscorrón diciéndole “zoquete, ya has bebido”. ¡Qué hombre! Cinco años recibiendo sus golpes. Si se queda dormido en misa de ocho y no toca la campanilla detrás de sus palabras, el ciego le pega una coz, y no hay que olvidar los empellones al confundir los latinajos de la salve cantados delante del féretro. No tuvo compasión ni en el entierro de su padre, cuando hipaba, mientras iba recitando y el viejo no dejó de darle pescozones.
Al volver a los siete días ya no está solo en el cuadro. La escalera se apoya en un muro que lo separa de unos almendros y al fondo se ven unas figuras jugando a la gallina ciega. Van vestidos como antaño y parecen gente rica. Seguro que el pintor también ha oído la historia que cuentan de la visita de su majestad Carlos IV y su mujer, María Luisa, paseando con su vestido de organdí. A él se la contó su abuelo, quien la había oído de su padre, porque dice que le mandaron cazar unas fochas para el banquete real. ¡Cómo le gustaría a él jugar con sus hermanas tranquilamente, pero no les queda tiempo!
Se levantan con los primeros rayos, y en invierno a oscuras. Tienen que ir a la Albufera a echar la tierra. Van detrás del abuelo, que maneja la horquilla de hierro para guiar la barquichuela. Acaban rendidos llevando capazos.
El pintor le manda subir otra vez a la escalera, la nariz pegada a la cal. Se queda allí muy quieto, mientras el maestro pinta y le pregunta qué quiere ser de mayor. Él con lo que sueña es con obtener un buen puesto para pescar. Cree que el señor Sorolla podrá intervenir en el sorteo de redolís y conseguirlo. Eso le garantizaría todo un año de buena pesca, tendrían que comer en casa. Dicen que los pescadores mueren de paludismo, pero cargar toda la vida con la tierra le desloma a uno el cuerpo y el alma. Él prefiere salir a pescar, tumbarse en la barca mientras los peces caen en la red. Además tampoco puede contar con el real que le da la hermana del cura por hacer de monaguillo, porque está creciendo, lo nota en la voz y dentro de poco no lo van a querer.
El pintor se ríe y le propone algo de más alcurnia. Manel le pregunta por el grupo que está jugando y el pintor le explica que los ha copiado de otro, de un sitio que se llama el Prado, y que esos almendros no son valencianos, que los bocetó mientras vivía en Asís.
El acólito no ha salido nunca de Valencia, no sabe ni lo que es el Prado, ni dónde está Asís. Está cansado y se da cuenta que él no pertenece a ese mundo. Pensativo, le pide al pintor que no se le vea la cara. Parece que le hayan pillado suspirando por la vida de los otros, y a él solo le importa ganarse un jornal que llevar a casa; si no le queda tiempo ni de jugar, qué va a andar él espiando a quien no conoce. Sorolla se ríe y le pregunta si no quiere que se le recuerde dentro de cien años. Manel chasca la lengua para negarse a la posteridad. El pintor le calma diciéndole que nadie va a reconocerlo, y que ahora se compran bien los cuadros con monaguillos. Le habla de un tal Fortuny y de la escuela francesa. A nadie le importa quién son los retratados. El artista solo buscaba un guiño moral entre los ociosos y el ojo de Dios que todo lo ve.
A Manel le da igual no entiende lo que le cuenta, coge su real y se va para casa, pensando que tiene que ser más ambicioso, pero no sabe en qué mundo.
Va subiendo la calle bajo una luz ya mortecina con el vestido rojo de iglesia, rezando para que nadie lo vea. ¿Para qué quiere él que lo recuerden dentro de cien años si eso no le va a quitar el hambre que tiene en estos momentos? ¡Qué cosas le dice el artista!
Tres meses más tarde decide ir a la exposición que hace Sorolla solo con los cuadros de monaguillos. Quizás surja un benefactor que pueda ofrecerle un futuro. Se lava bien la cara para quitar los restos de tierra, y se pasa una manopla por el cuerpo que le quite el sudor. Solo puede vestirse con el traje de lanilla de los domingos y las botas nuevas que le regaló la mujer del artista, el resto de su ropa está hecha girones y sucia de la Albufera. Al llegar a la sala el ambiente es animado, invitan a cuñas de queso y un chato de vino. Tiene mucho que aprender del artista se dice. Logra ver su cuadro al fondo y se acerca para oír los comentarios. Un hombre algo entrado en carnes y con un bigote apelmazado asegura que ese chico es muy mayor para ser monaguillo; eso él ya lo sabe, y que por esa razón perderá un ingreso y busca algo mejor. Una mujer tocada con un sombrero de encaje y una sombrilla en la mano derecha espeta que ese muchacho es un pícaro, espiando a los jóvenes, dice algo así como voyeur, pero qué sabe él de eso.
Le entran ganas de decirle que él estaba de cara a la pared tragando polvo para ganar un real, pero no se atreve a abrir la boca. Se alegra de que no se lo reconozca y piensa que menos mal que su cura no lo verá en el cuadro, porque le llenaría de pescozones para corregir la envidia y la holganza. Menudo es el ciego que en todo huele el pecado.
Arancha Naranjo
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