Hace mucho, mucho tiempo,
tanto que, como cualquier vanidoso
ignorante,
no entendía lo que mi madre me decía
“!Ay, hijo mío!,
todavía te queda
lo más duro por andar”,
y mientras ella decía esas palabras,
yo reía,
reía pensando que ese serio testimonio
nunca en mi se cumpliría.
Pero el tiempo de las aguas cristalina
a las que va el Ave Fénix
fue pasando,
con la misma rapidez que el sosiego del otoño
nos lleva hacía el crudo invierno,
pensando, con veinte abriles,
que solo un viejo sería
cuando tal vez,
en ese inexorable navegar del tiempo,
llegase quizás el momento
qué algún día,
el severo caer de las carillas,
del déspota calendario,
cómo un veloz horizonte cambiante,
me anunciase la llegada a la cincuentena.
II
Pero a esa edad llegué y cambió mi reflexión,
pensando que era a los setenta la añada
a la que se abordan los abriles
que te convierten en viejo,
o tal vez , como ahora pienso,
que es solo a los ochenta
la edad de cumplir los abriles
que te convierten en viejo,
¿o es tal vez a los noventa?
III
Y es que al ver a unas pavas
rodeadas por pavitos reales
salpicados por vivos colores,
y luciendo su palmito cargaditos de quincalla,
para interpretar la ostentosa comedía
del mérito de ser joven,
diciendome que soy un jodido viejo,
y a juzgar por el humillante descaro
con los que sus ojos miran,
rememoro a mis setenta,
cuando ajeno a los peligros,
y en abril siempre vivía
volando entre las luminosas estrellas y
subido a las flamígeras estelas
de los fugaces cometas,
esas palabras lejanas que mi madre me decía.
Pues con todos los achaques
como sufro últimamente
he comenzado a intuir la verdad
que sus palabras tenían:
lo malo que era habituarse
a vivir tiempos felices
cuando viajas a los veinte
en la cima de una ola,
pues nunca podrás saber
como será el decorado
en el que te encontrarás,
cuando contra tu voluntad
el apuntador del drama,
sin que ninguno le invite,
te diga con mucho amor
y una pizquita de sorna,
eso si por lo bajines,
que debes dejar la tabla que te permite volar
sobre la espuma blanca de las encrespadas olas
pues no eres ya un zagal,
que es la edad que se requiere
para ser un buen surfista,
y tu DNI delata
que vas hacía los ochenta.
IV
¡Ah mezquino apuntador
hijo de madre puta nacido!
no te quedes a mi lado,
y ve a visitar los borregos de otras espumosas olas,
pues no quiero que me ames
y menos que me recuerdes
la angustiosa epifanía
de ver que mi reloj marcha
hacía el declive que anuncia
la llegada del crudo invierno,
y si nadie lo remedia
en unos cuantos abriles
se colará en mi la noche
que me gritará al oído
que he cumplido ochenta años
y debo aceptar sin rechistar
ese frágil titilar de la luz
que te obliga a cerrar ambos ojos a la vez
y el que se acuerde de mi
hablará siempre en pasado diciendo que bueno fui,
que como saben ustedes,
es el más claro signo
para detectar competidores
que no representan peligro alguno
para los que aspiran a navegar todavía,
entre las mieles de pompa y de vanidad que coronan las cumbres
de las enfurecidas olas.
Enrique Ibáñez Villegas
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