Un fantasma recorre España, Europa, el mundo. De nuevo, los mass media occidentales nos dan la tabarra con el comunismo: Putin es comunista, aunque sea el señor de la guerra -con quien tantos negocios han abierto los oligarcas europeos y sus mercados-, persiga a los comunistas y busque alianzas con ultranacionalistas de todo signo. Biden o la ONU son comunistas para los viejos halcones estadounidenses. Para el PP, además de Putin y Stalin, comunismo es ETA y hasta “los creadores chinos del coronavirus” (dicho todo esto ante la ovación en pie de toda la bancada propia y la de Vox en Madrid).
En realidad, el comunismo o el socialismo simplemente son la socialización de la producción. Es decir, que la generación de riqueza sea de todos y para todos. Así de sencillo.
Hasta ahora, las experiencias por el socialismo que nos ha traído la historia han sido deformaciones que, en su intento por transformar la sociedad hacia un horizonte sin clases sociales, sustituyeron la explotación del hombre por el hombre por la explotación del hombre por el Estado. Pero explicar el “comunismo” desde esas experiencias que ni siquiera lograron romper con el mundo capitalista sería tan pobre como explicar el “cristianismo” como un movimiento mundial de pederastas organizados o una secta global que se apoya en las peores dictaduras para saciar su ansia de poder. Y ni la teoría socialista habla de gulags, imperios ni tanques, ni la doctrina cristiana habla de quemar en la hoguera a científicos o pensadores, violar a niños o tener la mayor reserva de oro del mundo mientras la mitad del planeta regatea a la pobreza como puede.
En 1989 cayó el Muro de Berlín y, con él, las pesadillas stalinianas fueron privatizadas para bien del orden económico liberal. Tres años más tarde, Francis Fukuyama declaró el final de la historia y auguró un nuevo mundo con crecimiento ilimitado y pensamiento único, en el que ya no habría guerras y todo giraría en torno a la libertad de la actividad económica.
No hace falta ser un genio para ver que esa fantasía dista mucho de la realidad que han dejado estas últimas décadas de “mundo libre”: las guerras por el control de los recursos se han incrementado (ahora incluso hay ejércitos de mercenarios privados en el negocio de la guerra), las continuas crisis derivadas de la especulación financiera han llevado a la pobreza a millones de personas, los movimientos migratorios, derivados ya no solo de las guerras, sino de la propia devastación capitalista (terrenos arrasados por la “mano invisible” del hombre, sequías y hambrunas) cuentan en cientos de millones a las víctimas humanas de los desplazamientos forzosos, que no influyen para nada en la bolsa de valores ni en las conciencias occidentales, porque no existen…
Bueno, en el caso de Yemen, por ejemplo, que está siendo bombardeada desde hace años en «la peor crisis humanitaria causada por el hombre» (según la ONU) no existen en nuestros noticiarios los 87.000 niños muertos por el hambre, ni el millón de afectados por el cólera, ni los 377.000 muertos, según la ONU… pero sí que existen para las empresas españolas los 2.800 millones en armamento vendido recientemente a la coalición, liderada por Arabia Saudí, que lleva a cabo los bombardeos. Desde Riad se preparan los ataques y se celebra la feria World Defense Show, en la que el lobby armamentístico presenta sus nuevos productos para vender (y donde estuvo el stand de España recientemente con once empresas -entre ellas Indra o Navantia– con apoyo de la embajada). “Datos que matan”, según Amnistía Internacional.
El saqueo de los pueblos subdesarrollados a manos de los mercados desarrollados ha sido una constante en los últimos años, hasta el punto de no encontrar un lugar en el mundo en el que no esté plantada la bandera de las multinacionales de las grandes potencias.
Cuando alguien afirma esto le tachan de populista y demagogo, para inmediatamente retomar al socialismo como el monstruo al que todos temer. Pero la verdad es que, en el mundo libre de Fukuyama, casi mil millones de habitantes del planeta (una de cada ocho) no saben si comerán hoy. Cada año mueren 3,5 millones de niños por desnutrición. Salvar a todos esos niños de la muerte segura costaría, según Acción Contra el Hambre, 9.000 millones de euros. Eso es menos que el presupuesto real de Defensa español para 2021, según el informe del Centre Delàs d’estudis per la Pau.
Si miramos la rueda de la historia y nos centramos en la historia del capitalismo, es fácil ver que en su breve existencia como sistema económico dominante hubo un primer siglo en el que el capitalismo industrial desarrolló la economía a un ritmo sin precedentes (gracias a la invención de la máquina de vapor y el desarrollo de la industria y el ferrocarril, y a costa de las vidas de cientos de miles de proletarios en condiciones infrahumanas en las fábricas) y un segundo siglo en el que hubo nada menos que dos guerras mundiales. Ahora, desarmada y cautiva oposición alguna, vamos camino de la tercera en poco más de cien años, y que probablemente sea la definitiva.
En la primera (que se llamó “La Gran Guerra” en los libros de historia, hasta que llegó la segunda) hubo 10 millones de muertos, lanzados por las potencias como emprendedores a la conquista de los mercados. En la segunda no solo fueron 50 los millones de muertos, sino que EEUU puso el colofón al conflicto (cuando ya estaba prácticamente terminado) con el lanzamiento de dos bombas nucleares sobre población civil, matando al instante casi medio millón de civiles y dando la bienvenida a su nuevo imperio como le gusta: con un espectáculo de luces y sonido.
La lectura más revolucionaria que influyó en mi juventud no fue el Manifiesto Comunista, ni ninguna versión reducida y explicada para dummies de El Capital, sino el informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo de 1999, publicado y comentado por el Club de Amigos de la Unesco de Madrid. En él se explicaba cómo el planeta era capaz de producir alimentos y cubrir las necesidades básicas para casi dos veces la población mundial, pero un tercio de la humanidad se moría de hambre. Explicaba que lo único que faltaba era una política global de planificación, centrada en acabar con la pobreza. Sin embargo, la realidad era que un pequeño grupo de 500 multinacionales controlaban el 80% del comercio mundial. En un planeta en el que el 80% era productor (mina, brazos, vertedero de residuos) para el 20% que era consumidor. También afirmaba con datos que, desde la crisis de 1973, ningún país del mundo capitalista crecía económicamente (fuera de las distintas burbujas especulativas que han ido sucediéndose o de generar beneficio a costa de los recortes del gasto).
Todos esos datos se han ido acentuando, para mal, en los últimos años. Según Oxfam, en 2016 un grupo de diez multinacionales controlaban casi la totalidad del comercio alimentario del planeta, con unos beneficios de 1.100 millones de dólares diarios. Todo eso en un mundo en el que el gasto militar asciende ya a dos billones de dólares anuales.
Hoy no solo está en juego la vida de millones de personas, sino la del planeta mismo.
Porque planificar es precisamente pensar en las generaciones futuras, y no mirar sólo el beneficio rápido o la máxima ganancia a costa de lo que sea. La depredación capitalista ha conseguido que en dos siglos nos hayamos pulido las energías fósiles del planeta (que eran el resultado de 300 millones de años de acumulación y descomposición de hidrocarburos). Cada año, según calcula el WWF, se agotan antes los recursos que la Tierra puede ofrecer al ser humano (en 2021 fue el 29 de julio; España los agotó el 25 de mayo), con lo que vivimos a un ritmo como si tuviéramos dos planetas a nuestra disposición, y la sobreexplotación no hace más que crecer (un 20% más por año de lo que se puede regenerar). Además, en lugar de suponer una reducción de la pobreza, lo que hace es aumentar la desigualdad.
En esa fiesta consumista sin control (ojo, a la que solo estuvo invitado el minúsculo primer mundo), se han desoído desde hace cinco décadas a las voces que claman por una transición ordenada para afrontar el final de la era del combustible fósil, para evitar el trágico salto al vacío al que nos dirigimos por ese egoísmo sin freno. Esta fiesta solo es posible desde esa in-consciencia capitalista en la que los ricos invierten sin saber dónde, con el único objetivo de obtener más beneficios, el mundo es un inmenso escaparate de apariencias y fuegos artificiales y el rebaño obediente mantiene el sistema confiando a ciegas en que sus actos no son responsables ni tienen consecuencias en el ecosistema.
En el mundo que viene, el enfrentamiento con Rusia es solo un prólogo de la vuelta a la era preindustrial que vamos a volver a ver pronto. Nate Hagens habla de que un barril de petróleo equivale a cinco años de trabajo humano. Y usamos 100.000 millones de barriles por año. Aunque Rusia no cortara el grifo, los límites del planeta lo harán muy pronto, y nos espera una tormenta perfecta en la que el norte vivirá un duro colapso energético y el sur se verá más afectado por el colapso climático. Todo esto en un mundo en el que en una2020, según UNICEF, una de de cada cuatro personas carecía de acceso a agua potable y casi la mitad no tenía acceso a servicios de saneamiento seguros.
Al fin y al cabo, lo de Fukuyama fue un delirio propio de una mañana de resaca dialéctica. Sin duda, me quedo con el derecho al delirio de Eduardo Galeano. La primera vez que leí a Galeano fue gracias a mi padre, que me enseñó el periódico con su inolvidable artículo “Preguntitas” el día en que comenzaría la guerra de Irak de 1991. En él terminaba diciendo: “¿Y si un día de éstos, estalle o no estalle la guerra, estalla el mundo? ¿El mundo convertido en arsenal y cuartel? ¿Quién ha vendido el destino de la humanidad a un puñado de locos, codiciosos y matones? ¿Quién quedará vivo, para decir que ese crimen de ellos ha sido un suicidio nuestro?»
Años más tarde, hablando de la prehistoria y la fragilidad del ser humano en aquel mundo de depredadores mucho más fuertes, escribió: “Fuimos capaces de sobrevivir, contra toda evidencia, porque supimos defendernos juntos de los muchos peligros que nos acosaban y porque supimos compartir la comida que encontrábamos.
Así fue, así ocurrió, en los tiempos tempranos, mucho antes de la civilización del sálvese quien pueda y cada cual a lo suyo
Si nosotros hubiéramos sido, en aquel entonces, como somos ahora, no habríamos durado ni un ratito en el mundo”.
Para este ratito que nos queda, también queda como certeza que solo la cooperación nos salvará de nosotros mismos.
Igor del Barrio
(Foto: «A Comforting Arm». Glasgow, 1968. David Peat)
Hace poquitos años Fukuyama rectificó. Dijo que se equivocó y que Marx tenía razón con el fin del capitalismo.
Gracias José Luis, por su puntualización