La puerta chirrió nada más empujarla. Por desgracia siempre ocurría lo mismo. Intentaba entrar con sigilo porque me gustaba contemplar el regocijo de ese cuarto en soledad, pasear la mirada por los tarros colocados alineados en los estantes con el orden de quien tiene la mirada acostumbrada a lo bello, deleitarme con el aroma a lavanda mezclada con naranja o limón, o en los días fríos, canela porque ella decía que ese olor daba calor, que fíjate tú, como va a calentar el cuerpo un olor por muy canela que sea. Daba igual que exagerara o que rodeara su lugar con el aurea de lo irreal, de lo impreciso y porque no decirlo, del cuento chino. Era hermoso. Sin ampulosidad, sin aspavientos, con el sol que entraba por el ventanal que da a la calle como un pistoletazo de calidez, las sillas calladas esperando cuerpos que se derramen en ellas esperando el turno y las vitrinas limpias y ordenadas, con el aderezo de alguna planta, o un ramillete de violetas secas, o de lavandas. Otra vez las lavandas. Debían obsesionarla porque ella también olía a esa planta. O no, porque no sabría definir el olor que desprendía Olga, cuando parsimoniosa se acercaba decorando su cara con la sonrisa amable -siempre la misma- que colgaba las comisuras de los labios hacia arriba y subía sus pómulos hasta entrecerrar los ojos con el esfuerzo.
Olga tiene una edad indefinida, que no podría precisar. joven para ser mi madre y madura para ser de mi quinta. Un cutis terso y opalescente con unos toques de brush, una ligera capa de maquillaje, una tenue rayita en los ojos y el pelo brillante, negro azabachado, tirante, mientras una cascada del mismo se solaza sobre sus hombros. Un pelo que brilla bajo la solanada que entra por el escaparate. Brillo de luz, no de grasa untuosa como el mío, que se pliega sobre mi nuca y bordea el rostro con su rastro de sebo macizo que desluce una melena sin gracia, cuando apenas ha pasado media hora del lavado. Por eso no insisto. Da igual si lo champuneo a diario o si me olvido de él. Y lo hago a menudo, olvidarme, digo. Cuando se mantiene rígido al peine y lustra la mano que lo toca -solo la mía porque hace tanto que nadie se me acerca con intención de caricia que he olvidado el tacto de mano amiga- con un brillo como de mantequilla. Es entonces cuando me digo que ha llegado la hora .
Y lo lavo, no antes, porque da igual. Ya no me obsesiono como en los tiempos en que me quedaba esperanza de hermosura. Entonces conocí a Olga e intenté penetrar en el misterio de sus aquelarres a fin de convertirme en alguien como ella. Hermosa. Intemporal. Luciendo lustre sin complejos.
Cuando la conocí era apenas una adolescente, tocada de acné purulento y todos los complejos amalgamados con las ilusiones que se tienen cuando queda todo por descubrir. Entonces tener limpio el pelo, era tarea ardua. Lo quería como el suyo, brillante y oliendo a amaneceres al acercarte. Pronto me desdije del empeño, dejé de lavarlo compulsivamente cada dos horas. A veces más. Incluso dejaba rastros de piel sobre el lavabo de tanto lustre. Para nada. Porque mi grasa sale del cuero cabelludo como expelida por bomba hidráulica. Incluso abandoné la ducha diaria para los exquisitos. Me olvidé de que el cuerpo supura a veces dejando un halo de olor desagradable. Seguía visitando su reducto de calma por costumbre mientras en esa parte donde se pudren los sentimientos me nacía la rabia, la desidia y el rencor por no ser como ella.
Da igual mi ceño de cemento o la mirada hostil que le lanzo al poco de asomarse. Ella sonríe de la misma forma que al principio como si no detectara la rabia que me acompaña como halo perpetuo. Y más la odio por ello. Me sonríe feliz, tanto si vengo envuelta en el primer harapo que encuentre en mi armario, rico en pingajos, por otro lado, o endomingada y bien limpia. Se asoma cuando escucha el chirrido de la puerta y engalana el espacio con la sonrisa perfecta de dientes blancos que relucen debajo de rouge de sangre que utiliza para sus labios. La miro embelesada durante unos segundos. Luego se me vira la mente y comienza a brotar el duro resquemor que me atenaza. Despacito, como si fuera una ola inversa que me invade sin pausa y fuera de control. Me invento quejas y desprecios para acumular reproches y poder escupírselos en su cara por ver si borro su sonrisa y el fulgor de unos ojos que mantienen la luz oscura moteada de puntitos de mica. No lo consigo pero lo intento una y mil veces. Ella sabe que me derrota sin palabras, con su sola presencia y esa sonrisa que borraría de su cara aunque fuera con espátula de fuego.
Por eso me gustaría silenciar la puerta, que no anunciara mi entrada y hacerlo de forma sigilosa contemplando el templo de desesperanza que se yergue contra mí y me derrota nada más saborear el aroma del santuario impreciso de la belleza que es su casa, su tiendecita donde ejerce la sacrosanta labor de ponernos bellas, o intentarlo con vano esfuerzo, como en mi caso. Se esfuerza. Olga se esfuerza lo infinito en el intento de embellecerme, a mí, que sonrojaría al mismo Satán con mi rostro engrumado y opaco. Y hoy decorado con un grano. Un grano majestuoso, rubicundo, feroz, rodeado de un pus purulento que adorna mi cara haciéndome parecer un campo abonado de tubérculos.
Por eso he venido. Hace dos días me cuidó el rostro con el mismo mimo que pone en todo lo que hace. Salió el grano y ella es culpable sin serlo, porque yo decido que sea reo de mi profunda desgracia.
Ejerce de sacerdotisa suma sin esfuerzo, sin pausa ni dolencia que la arrugue. Y la odio cada día más. Se me crece el resentimiento con la fuerza de un mar embravecido y silencioso mientras su pasividad y la esperanza hacen que lacere las armas que funde el odio. La puerta ha gritado, según la costumbre, avisando la llegada de extrañas, ella vuelve a salir con la majestuosa calma de quien está fuera del tiempo. Me mira, con el brillo encendido en sus ojos de la cordialidad, mientras yo la odio. Con más fuerza si cabe, toda la que me impulsa el consabido grano que siento me palpita con fuerza renovada mientras contemplo su belleza serena y sonriente. Y el resentimiento me ahoga. Me crece y se aborbotona en la garganta hasta ahogar las palabras que traía emplumadas en mi memoria para decírselas sin tino y sin medida.
Me mira, me pregunta con esa voz que surte el efecto previsto: un suave relámpago que recorre mi espalda como si fuera pluma y me hiciera cosquillas. “Que te ocurre Martina”. De pronto baja la mirada, amohína los labios y le ve. Le mira con espanto dibujado en sus ojos y me vuelve a hablar: “te ha salido un grano, veamos de quitarlo, Martina, ¿te lo has tocado? ya sabes que te digo que manipular los granos no es bueno. Se engordan y se crecen” Me dice, como si me leyera el pensamiento o los actos, porque sí, lo he tocado. He intentado explotarlo, masacrarlo y fundirlo, primero con mis dedos, luego con alcohol de quemar, más tarde hasta con lejía. Por eso me duele y presenta un cercado de piel quemada y seca. Pero el grano siguió. Creció como impelido por el odio que siento por su cutis límpido y exento de máculas.
No la respondo, la dejo que me guíe con su mano hacia la profundidad de su tiendecita porque es lo esperado y allí consumo el deseo largamente acariciado en jornadas solitarias con el espejo en mi manos y el reproche de no ser hermosa emponzoñando el corazón. La noche anterior la pasé en desvelo odiándola y manipulando el grano sin piedad. Con la misma saña que ahora empuño la faca que se yergue contra ella y apunta hacia su pecho.
Poco después salgo. La puerta vuelve a chirriar pero ya no me importa. Ella no puede oírlo mientras yo limpio mis manos con una servilleta que cogí cuando acabé lo que vine a hacer. Mis manos tiñen el escueto papel con la purpura candente de la sangre de Olga. Luego tiro el papel en una papelera, comienzo a andar y noto como mi grano ha empezado a decrecer, deja de doler y más pronto que tarde seguro que desaparecerá. No la tengo a ella delante para reflejar su belleza y mi fealdad.
Fin.
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