Existen personas milagro. Su destino es estar en el momento justo o en ese instante preciso en que el mar se abre y el descalabro es cosa tan sutil como dar un paso de más en la dirección equivocada. Ahí están ellos, los Imprescindibles, para dar una voz, decir cuatro palabras, estrechar una mano gélida por el miedo e insuflarla calor. Están ahí. Silenciosos, opacados por brillos aparentes de otros que se ponen delante en la fila de la vida, esa que lleva a las glorias efímeras plenas de frivolidad. Ellos no. Son pesada consecuencia de realidad; están solo cuando se les necesita. Aparecen de milagro y se esfuman sin hacer ni un ruido. Salvan o ponen coto a la desesperanza, al caos, al miedo. Trenzan un puente de confianza y de esperanza y te dan la muleta para que lo atravieses. Insuflan razonamiento a la locura ciega que despeña a quienes apuran el acíbar del miedo.
Tengo uno de esos. Conozco a uno de esos. Estuvo cuando una sentencia definitiva quebró un destino que se auguraba plácido. Se escuchó la sentencia tal que golpe en la sien justo en soledad porque hay poco brillo cuando la vida quiebra. Salió corriendo el orden establecido para arrojarme en los brazos de la marginación, justo en la frontera donde anda el abismo solapado. Él, llegó cuando no lo esperaba, puso orden y calidez humana cuando los vientos de la desesperación arreciaban. Ordenó el caos y encaminó mis pasos en pos de una vida diferente, pero no menos decorosa de quien entonces iba ciega y solo contemplaba el dolor.
La vida y la costumbre se añadieron a la distancia para separar los caminos. Es lo que tienen las personas milagro, cercanas cuando hacen falta y luego se diluyen en pos de otros caminantes que viven momentos cruciales y andan con el ancla al cuello del desespero.
Supe de su persona por voces aparentes. Seguía su camino, obtenía éxitos profesionales dentro de su marcha, sin relumbrón ni falsas apariencias. Tomando el mando que responde tan solo a la responsabilidad y al bien común. Seguía su camino, yo el mío. De lejos, distantes. No nos cruzamos más quizá porque antes de ser la persona milagro que fue, justo cuando le conocí, una tarde como otras, una jornada neutra, sus ojos y los míos soltaron cierta chispa que auguraba, a poco que se diera cuerda, un choque de trenes de inevitables consecuencias pasionales. Y no hubo tiempo, porque a poco se desencadenó el desastre.
Fue sincero y firme: “o amigos o terapeuta. Elige tú porque para mí es difícil. No se puede mezclar porque la cercanía anula la capacidad de discernir. Elige tú” Y elegí porque la urgencia marcaba el destino. Había que salvarse. Lo dejé ir. Y él lo dejó también para ser mi milagro. Para convertirse durante unos meses en el Imprescindible…y salvarme, o como él decía, darme las muletas con las que yo me salvé sola.
Ahora me lo cruzo a veces, sin querer y sin buscar. Sin él querer y sin buscarme. Casi sin darnos cuenta. Las redes y los intereses comunes nos ponen en el refilón de la vida.
Y vuelve a ocurrir. Esa palabra suelta, un artículo, algo que se insinúa…y la mente regurgita de pronto sentimientos ocultos bajo capas de olvido. Se desencadena, apenas sin notarlo, un torrente de ideas. Veo claro lo que estaba ocultado , se desenmadeja el nudo que atesoraba inquinas u obediencias. Con palabras sueltas, retazo apenas, rozo la razón y las verdades que andaban encriptadas se muestran sencillas, como si siempre hubieran sido y no las supiera ver.
No hacen falta ni gracias, ni abrazo, ni gritos de alegría, porque el Imprescindible tiene atado el ego a una modestia sabia. Sé que en caso de duda es un puerto seguro. Él lo ignora, pero dentro de mí me crece el júbilo de saberle cercano, milagro que acecha en los momentos duros.
Están tan ausentes los senderos que andamos cada uno que si hoy leyera estas palabras jamás sabría que iban a él dedicadas. Que es mi Imprescindible. Mi milagro perfecto y que pudo ser más.
María Toca
Dedicado al Imprescindible que tanto me dio sin darse cuenta. Al que hubiera podido dar mucho y no era momento.
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