Me ha gustado mucho «El chico más bello del mundo», el documental sobre Björn Andrésen, el inolvidable Tadzio de «Muerte en Venecia«. Está colgado en Filmin.
Volvía muchas noches desvelada del curro cuando trabajaba en un bingo. En esas madrugadas interminables vi muchas películas, las que integraban el listado de clásicos que escuchaba recomendar en «Polvo de estrellas«, el programa de radio de Carlos Pumares. Nunca logré alquilar en el videoclub «Muerte en Venecia». Estaba descatalogada, no hubo forma. Y el mito iba creciendo para mí porque alguien me habló de la música, de la ciudad asediada por la peste, del chico hermoso como un ángel que obsesionaba al protagonista.
Cuando pude verla pensé que aquel muchacho no era real. Parecía escapado del retrato de una corte renacentista, era un joven príncipe que sonreía levemente a la posteridad, despreciándola porque todo lo que aspira a la eternidad suele olvidarse pronto. No su rostro, no ese perfil o esa cabellera rubia de ángel anunciador.
Y es que casi como un ángel aparece en el documental. Visconti llevaba días buscando a su Tadzio por Europa, husmeando en todos los países del norte para encontrar al niño de belleza arrebatadora que anonadó a Mann en un balneario al que acudió con su mujer e hijos. Aparecen chiquillos despampanantemente rubios y geométricos, una multitud de angelitos que sonríen al director o miran al frente para cautivarlo. El hastío de Visconti es evidente. Pero entonces se abre la puerta de la habitación donde se realizaba el casting y entra él. Creo firmemente en el poder de los umbrales, de las puertas que se atraviesan y determinan un cambio de rumbo. El sol persigue a ese muchacho a cada paso, mientras avanza tímido por la estancia, alto y rotundamente angélico. Hay algo frágil y desdeñoso al tiempo en su forma de mirar, de escuchar las instrucciones. Y el rayo de sol parecen ser los propios dedos del directori, que lo asedian para que resulte irremediable la elección, para que el ángel anunciador sea el elegido. Así lo cuenta la directora de casting, «Fue evidente que todo en Visconti se activaba en cuanto lo vio«. Y ya no lo dejó escapar. Fotografió, de eso se jactaba, cada centímetro de su rostro y de su cuerpo. Lo hizo sonreír, posar en ropa interior, mirar y no mirar.
Podría ver «Muerte en Venecia» sin sonido, porque la película es ese chico del que el propio Visconti diría en Cannes, no se sabe si bromeando o sentenciándolo, «era mucho más guapo cuando rodábamos, ahora ya está demasiado mayor«. Me recordó a esa tasación terrible, abyecta, que hace Humbert Humbert en «Lolita», cuando determina que pasada una edad precisa, la nínfula pierde poco a poco todo su encanto. Andrésen aparece aturdido junto a su descubridor, lo escucha hablar de él como si fuera un viejo en esa rueda de prensa. Tenía quince años por entonces.
El documental me ha conmovido. Pienso en él como en la historia de un fantasma hermoso, porque Andrésen luce una larga cabellera plateada y un abrigo largo a los sesenta y muchos con el mismo estilo que una estrella del rock muerta hace tiempo que decide pasearse por los lugares que marcaron su vida. Igual que en un sueño, con el paso vacilante del que no sabe si está del todo despierto. Y así se narra la historia del niño arcángel al que Visconti protegió de todos los trabajadores gays de su equipo mientras rodaban, pero al que dejó completamente solo con ellos en un club de ambiente, la noche del estreno, como si ya no le sirviera para nada. Ya le había robado el alma, ya lo había convertido en Tadzio, el chico más hermoso del mundo, para siempre.
Esa fue la condena. Quería ser músico, no actor, pero su abuela, con la que vivía desde que su madre se suicidó en un bosque, decidió por él. Todo el planeta se enamoró de su rostro perfecto, mezcla de inocencia y oscuridad. Porque eso era él, alguien que llegaba sufrido de casa, que amaba el piano y recordaba perfectamente que la última vez que su madre lo llevó al colegio pensó que no iba a verla más.
Andrésen viajó a Japón, aprovechando el tirón de la película. Le ofrecieron varias campañas de publicidad, grabar un disco. Los jóvenes dibujantes de manga quedaron fascinados por el muchacho espigado y aristocrático. Muchos reconocen que esos personajes al estilo «Candy, Candy», están inspirados en su porte elegante, en su melena de joven león y sus enigmáticos ojos rasgados. Allí vuelve, y también a París, donde se convirtió en el mantenido de hombres ricos que le escribían poemas al adolescente que iba dejando de ser.
Precioso y triste, mucho.
Patricia Esteban Erlés
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