A partir de mañana trabajaré en clase, como todos los años, el tema del miedo en mis clases de Lengua. Hace unos cuantos cursos preparé un dossier sobre el miedo como emoción, el miedo en el arte, el miedo en la literatura y las expresiones que usamos para hablar de él. El miedo en algunas culturas es sinónimo de virtud, porque ayuda a los seres humanos a mantenerse lejos del peligro. Los chicos y chicas siempre se ríen cuando se les cuenta que «canguelo» es el miedo que te da ganas de hacerte caca encima, en caló.
Me gusta llevar cuentos de miedo e invitarles a que cuenten el suyo. Me gusta saber qué nos da miedo, me encanta que la gente me relate situaciones reales en las que se ha topado con lo inquietante, lo siniestro, lo terrorífico.
Hay muchas veces que compartimos esos miedos, que nos reconocemos en el pavor del otro. Yo tuve miedo de la oscuridad de debajo de mi cama, de esa cueva habitada por un monstruo esquelético y desgreñado que extendía el brazo para arrastrarme al abismo con él. Temblaba al pensar que nadie sabría dónde buscarme a la mañana siguiente, en todo lo que ya no podría hacer, en la gente a la que no volvería a ver nunca más. Sospechaba que en el mundo del monstruo haría un frío atroz y se me iría comiendo poco a poco, en una tortura lenta, infinita, mientras allá arriba, en el mundo del que había sido extirpada, todos iban olvidándome sin poder evitarlo. Mi cama dejaba de ser mi cama un día y mi ropa y mis libros iban a parar a una caja, no demasiado grande. Dejaban de nombrarme en las conversaciones y de recordar el día de mi cumpleaños. Y así era cómo acababa convirtiéndome en un fantasma que habitaba en otro sitio, un lugar gélido al que solo se llega bajando muchos peldaños. Un pequeño espectro en pijamita rosa y descalzo que no dejaba de temblar ni un segundo del resto de la eternidad
La cueva
Fernando Iwasaki
Cuando era niño me encantaba jugar con mis hermanas debajo de las colchas de la cama de mis papás. A veces jugábamos a que era una tienda de campaña y otras nos creíamos que era un iglú en medio del polo, aunque el juego más bonito era el de la cueva. ¡Qué grande era la cama de mis papás! Una vez cogí la linterna de la mesa de noche y les dije a mis hermanas que me iba a explorar el fondo de la cueva. Al principio se reían, después se pusieron nerviosas y terminaron llamándome a gritos. Pero no les hice caso y seguí arrastrándome hasta que dejé de oír sus chillidos. La cueva era enorme y cuando se gastaron las pilas ya fue imposible volver. No sé cuántos años han pasado desde entonces, porque mi pijama ya no me queda y lo tengo que llevar amarrado como Tarzán.
He oído que mamá ha muerto.
Patricia Esteban Erlés
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