El Plantón

Sentada entre murmullos, sigo esperando con la mirada persiguiendo las vías del tren, como si los ojos quisieran huir detrás del ruido que  se diluye en la distancia. Vista desde fuera, me imagino ser un cuadro de Hooper, envuelta en un abrigo verde y la soledad que me respeta aunque a mi alrededor haya una marea de gente que grita y se abraza. La maleta yace entre las piernas sujetada ,apenas, por la suave caricia que el cuero ejerce sobre ellas. La megafonía repite una y otra vez que no perdamos de vista el equipaje, como si fuera de un valor envidiable lo que posee una maleta. No obstante a pesar de saber  lo absurdo de la amenaza la mantengo entre las piernas no me sorprenda  el sueño y a la precariedad de la espera se añadiera el percance de perderla.

El tren  en el que vine llegó hace más de dos horas. Aún no quiero abandonar la esperanza de verle llegar, amparado en el ruido y la trashumancia de la gente corriendo por el andén. De vez en cuando la mirada me equivoca y creo ver dibujada su figura alta y desgarbada a lo lejos. Luego, al acercarse, me percato que no es él, que todo fue un error que ampara mi deseo. No queda mucho trecho a esa certidumbre de que cualquier cosa es posible, desde el abandono, al olvido, a la trama de una broma macabra.  Llegados a este punto siento que la incertidumbre da paso a la grandilocuencia de una escena preñada de alegría que me trajo hasta aquí,  se diluye como agua en azúcar.

Sigo esperando mientras contemplo impávida la vida pasar dentro de este andén que  no abandono aún por si surge el milagro.

Apoyo la cabeza en la pared, noto como se enfría la zona del cráneo que  percibe la dura cantería. Es una estación antigua, mayestática, revestida de piedra y madera en los dinteles de puertas y ventanas, con corredizos de plantas que enturbian el paisaje cerrado haciendo que parezca un jardín asombrado. Cierro los ojos un momento, al menos así, reconcentrada, podré buscar en mi interior alguna puerta por donde escapar al hastío de la espera, a la desesperanza que camina a medida que las agujas de ese reloj que grita enfrente mío, va pasando sin pausa.

Anoche mismo hablamos.  Quedamos aquí, con la emoción del encuentro prendido  en las alfileres de unas palabras justas. Y una despedida: «hasta mañana, amor. Te veo por la tarde, estaré en el andén esperando tu llegada. Cuídate, amor, mañana te abrazaré hasta ahogarnos, ambos». No había error posible. Mientras los minutos siguen pasando y el destierro de la espera hiela las buenas intenciones.

Un estrépito sobresalta la quietud. Un nuevo tren entra en la estación soltando humo, mientras la avalancha de los que esperan el reencuentro se hacinan  en el andén estrecho que tengo ante mí, casi hasta agobiarme. Me arrebujo en el banco, no fueran a aplastarme con el ir y venir de maletas y gente. En  reloj, que se ha convertido en enemigo,  dan las siete. He llegado a las cuatro, he recorrido el infinito tiempo que media entre la esperanza y el desconsuelo. Entre la nada y el pecado. Compruebo por milésima vez si había mensajes o llamadas en el teléfono que guardo en el regazo, para no perder ni uno solo de sus contoneos, por si el timbre pasa desapercibido entre el ruido que me circunda.

Nada. Una pantalla lívida en su ingravidez me demuestra que nadie ha llamado, que el silencio se adueña de la pantalla, con su nombre borrado en la inmensidad del olvido. Varios mensajes míos recorren la pantalla, con la muda respuesta que grita su silencio. Colmo el vaso de paciencia con el griterío de la gente al reencontrarse. Pienso que debía hacer algo al respecto. Pronto la noche invadirá el recinto convirtiendo sus dependencias en zona peligrosa. El banco se me hace por momentos más incómodo,  las lamas de madera clavándose sin piedad en mis nalgas, torturadas de antemano por el viaje que fue largo aunque venía con la esperanza intacta.

Cuando se despeja el andén y cada recién llegado encuentra acomodo en la vida de los que esperaban, levanto el cuerpo con el incierto cansancio de quien tiene que emprender un camino en soledad cuando fue proyectado en compañía.

Camino hacia la calle. En la mano porto la maleta donde, oprimidos, están los detalles de una vida contenida a duras penas. Es preciso encontrar acomodo en alguna pensión, llevarse algo a la boca y dejar el precario equilibrio de amar fuera de juego. Mañana al despertar, optaré por seguir esperando o emprender un nuevo camino que ni sé a dónde me puede dirigir.

En la calle, las sombras asoman con incierta mesura detrás de las esquinas. Una ciudad, como cualquiera otra, recibe, hostil, a la caminante solitaria que soy. Calles que pensé recorrer en compañía, amarrada a unas manos que luego pasearían  por  mi cuerpo. En cambio, ahora, la única caricia recibida, es la de la suave brisa nocturna  que me suena alevosa. Porto mi maleta como ancla de un pasado que no voy a revivir, levanto los ojos contemplando la insólita calle y me lleno de incertidumbre en busca de acomodo donde pasar la noche. Quizá mañana al despertar reciba algún mensaje y todo se resuelva. O no, y la ciudad me absorba hasta hacer que el olvido borre ese insustacial viaje

Maria Toca

Sobre Maria Toca 1684 artículos
Escritora. Diplomada en Nutrición Humana por la Universidad de Cádiz. Diplomada en Medicina Tradicional China por el Real Centro Universitario María Cristina. Coordinadora de #LaPajarera. Articulista. Poeta

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